sábado, 16 de noviembre de 2019

5 . La llegada del dragón

En la ciudad nadie creía, tampoco, en dragones. Los artesanos y los comerciantes tenían otros quehaceres más importantes que ocuparse de viejas supersticiones y leyendas, así que cuando llegaron las noticias de boca de algunos caminantes nadie les prestó crédito. 
Cuando, unas semanas más tarde, las barcazas dejaron de llegar a los muelles del río y por los caminos ya no aparecía nadie, cundió la alarma y la ciudad comenzó a tomarse la noticia en serio. Se enviaron emisarios y exploradores, pero ninguno volvió, de forma que pronto Doeor estaba totalmente preocupada y su desconsuelo creció cuando una noche sin luna, en medio de la oscuridad, vieron el resplandor de las llamas que salían de su boca y oyeron sus terribles rugidos. 
Unos días más tarde los campesinos de los alrededores ya se habían refugiado tras las murallas de la ciudad, el dragón había acabado con el ganado y el grano que había quedado fuera, y los habitantes decidieron poner fin al acoso. 
Sobre las murallas colocaron bombardas y ligeros cañones y artilleros y arcabuceros se pusieron a trabajar cargando y disparando sus armas hasta que la pólvora empezó a escasear. Pero pocos disparos acertaban, y los que alcanzaban el cuerpo del monstruo apenas desprendían alguna escama o le hacían unos rasguños en su piel. 
Pronto los más aguerridos salieron, armados, a combatirlo. 
Desde las murallas, sus conciudadanos vieron cómo el dragón los destrozaba casi sin darles importancia. Así que pronto nadie osó ya salir a enfrentársele, y nobles y burgueses tuvieron que reunirse y decidirse a ofrecer una importante suma a quien acabara con él. Dado que el que lo consiguiera sería el hombre más rico de Doeor, los más ambiciosos se arriesgaron: primero de uno en uno; luego, más conscientes del peligro, unidos en grupo con la promesa de repartir el premio entre los que sobrevivieran. 
Todo fue en vano. 
El otoño era inusualmente frío, la ciudad estaba sitiada y aislada, la comida comenzaba a escasear y el dragón se acercaba cada vez más a las puertas, que amenazaban con no resistir a sus embates. 
La última oferta fue la gran suma doblada y la mano de la hija del burgomaestre, una muchacha hermosa a quien casi nadie le había visto el rostro, generalmente oculto tras un velo, y de quien se decía que cantaba maravillosamente. 

Pero los pocos guerreros que quedaban estaban orientados a sobrevivir como fuera y no tenían ningunas ganas de arriesgarse ni por un dinero que posiblemente no podrían disfrutar ni por la belleza y los encantos musicales de una dama que los tenía sin cuidado. 

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