domingo, 10 de noviembre de 2019

4. La zanfona y el laúd.

Tahar cortó la gruesa rama, dejó secar la madera y, mucho tiempo después, cuando acababa su trabajo cotidiano, se sentaba junto al fuego y lentamente iba terminando la zanfona cuyo sonido había soñado. Cuando la terminó regresó al bosque, se dirigió al claro donde vivía Taldrín y comenzó a tocar una canción que nunca nadie, ni él mismo, había escuchado. Los primeros compases fueron como un viento más que corría entre las ramas de los árboles; los sigientes, como los vendavales que arrastran las hojas y, los finales, como los susurros que pasan por debajo de las puertas de las habitaciones de los niños. Cuando Taldrín lo oyó lo felicitó, reconoció que nunca había oído zanfona igual y le previno de un peligro del que ahora tomaba conciencia: mágica debía de ser la rama en que se posó el pájaro del Hada de los Ojos de Oro, porque detectó —y en eso nunca se equivocaba— que ese sonido, además de ser bellísimo, tenía una característica que lo hacía peligroso: sería capaz de despertar de su sueño a cualquier dragón, aunque, hacía tanto que había desaparecido el último de aquellas tierras, que no debería darle más importancia. 
De todas formas, añadió casi con un susurro, sería mejor que te la guardara alguien del bosque. En las ciudades a veces suceden accidentes. 
Recordó entonces Tahar que le había contado, en una ocasión, que el Príncipe de los Gnomos era un gran aficionado a tocar este instrumento, pero que una antigua costumbre le prohibía fabricar una y ni siquiera poseer una, así que sus súbditos no podían disfrutar de sus conocimientos y habilidades en las reuniones de las largas noches invernales. 
Y así fue como el luthier le propuso a su amigo el gnomo que fuera su Príncipe el que la guardara. Se cumplía así con la tradición, ya que la zanfona la había construido él y seguía siendo suya, y los gnomos podrían escuchar interpretar a su Príncipe las melodías más antiguas y más hermosas. 
El Príncipe se emocionó, puso como condición que en el momento que la necesitara se la reclamara, y la hizo sonar de una forma tal que Tahar jamás se hubiera atrevido imaginar. Un amanecer, como prueba de agradecimiento, incluso tocó sólo para él entre los árboles del bosque, ya que sus súbditos dormían a esas horas y Tahar era, como cualquier humano, demasiado grande para ser invitado a sus hogares. Y de esta manera ese fue el primero de los inviernos en que aquellos pequeños seres que cuidan del bosque, gracias a Tahar, experimentaron una nueva forma de felicidad. 
Cuando llegó la siguiente primavera el muchacho volvió al bosque muchas tardes claras. Nadie en Doeor lo echaba de menos, porque conocían su afición a buscar maderas extrañas y, como sus relaciones con sus convecinos eran amables, pero estrictamente formales y restringidas, a nadie tenía que dar explicaciones. 
Durante mucho tiempo esperó en la soledad a que apareciera la bella muchacha del cuadro, y mientras esperaba, sin ruidos molestos ni conversaciones alrededor, fue aprendiendo sonidos nuevos, distinguiendo timbres, analizando armonías. 
Una de esas tardes, cuando estaba apunto de marcharse, el cuervo negro y con reflejos azules apareció de nuevo en el cielo y comenzó a girar sobre su cabeza, como invitándolo a seguir esperando; así lo hizo y pronto vio acercarse a su amada, acompañada de su aya y su cochero. Observó cómo se descalzaba, cómo bañaba sus pies en el arroyo, cómo se soltaba el cabello, cómo comenzaba a cantar. 
Supo entonces que era cierto lo que le había contado el pintor, y que ningún sonido salido de ningún instrumento que él construyera podría acercarse a esa belleza. Incapaz de acercarse, de dirigirle la palabra por miedo a asustarla y no poder volver a verla, se limitó a escuchar y a pensar qué sonidos podrían acompañar, aunque fuera pobremente, a esa voz. 
Fue Taldrín, que se había colocado en silencio a su lado, el que, como si hubiera leído su pensamiento, dijo:
— Sólo un laúd extraordinario podría acompañar esas canciones. 
Y una voz, un poco más allá, añadió:
— Yo no sabría construir ese laúd, pero conozco el lugar donde encontrar la madera para hacer su caja, y para su mástil puedes utilizar una rama de mi propia casa. 
El que había hablado era el Príncipe de los Gnomos que, tras acompañarlo hasta un viejo tronco caído, le sugirió: 
— Corta ese trozo de ahí; parece nudoso y duro y quizá demasiado seco, pero es al tiempo tierno y blando, ya que durante años apoyaba en él la cabeza para descansar Zaín, el Príncipe de los Elfos de Cabellos Verdes. 
Tahar lo hizo con cuidado y volvió a Doeor. Allí nadie ya creía en hadas, ni en gnomos, ni en elfos, así que se cuidó mucho de contar a nadie nada de lo que le había sucedido y trabajó, cada noche durante todo el verano, en la construcción del laúd. Cuando refrescaba a la puesta del sol y aparecían la Luna y las estrellas Tahar cerraba su taller, atrancaba los postigos de las ventanas y aseguraba la puerta, subía a su habitación y allí, con un cariño infinito, iba modelando cada pieza, ensamblándolas unas con otras, ajustando las clavijas, tensando las cuerdas, afinando los sonidos. 
Cuando el otoño regresó a acariciar la vida y las hayas y los abedules volvieron a dorarse, Tahar regresó al bosque, llamó a Taldrín y le mostró su nuevo instrumento. Vinieron pronto el Príncipe de los Gnomos y otros amigos, y cuando se puso a tañerlo, se peercató de que de nuevo sonaba una música que él no había escuchado antes, y parecía que, más que tocarlo él, era como si las diferentes maderas del laúd fueran las que cantaran y sonaba como el agua de las cascadas saltando de piedra en piedra, como la lluvia golpeando en las hojas, las abejas de cada verano ronroneándoles a las flores, el trino de diferentes pájaros y las voces de todas las criaturas que se fueron pero no lo hicieron definitivamente.
— Hermosos sonidos, dijo Taldrín, y extraños, porque, por una curiosa coincidencia, este instrumento complementa al otro. Si la zanfona servía para despertar dragones este laúd sirve para dormirlos, así que deberías quedártelo y no venderlo ni deshacerte de él jamás.
— No lo he construido sino para mí, Taldrín. ¿Cómo, si no, agradecer al Príncipe que me señalara la madera apropiada? 
Todos estuvieron de acuerdo en que Tahar era un joven de corazón honesto, al que era agradable ayudar, y lo dejaron solo porque, con la llegada del tiempo fresco después de los rigores del verano, la hija del contramaestre volvía a cantar sus canciones al claro del bosque acompañada, como siempre, de su cochero y su aya. 
De nuevo se repitió el ritual, al menos en parte: se sentó junto al arroyo y se descalzó, pero esta vez se cuidó mucho de mojarse los pies, porque el agua era fría y el viento fresco. Pasaba el tiempo y ella miraba al cielo, escrutaba las nubes, pero no emitía sonido alguno, ni palabras siquiera. El músico estaba intranquilo, esperando las canciones, pero ese día no llegaron. Cuando llegó a casa, su tristeza se tornó descanso: una cuerda estaba a punto de romperse y no se había dado cuenta. 
Unos días después volvió a la espera y esta vez sí, ella cantó. Y cuando Tahar, tras escuchar un rato, sintió que llevaba el ritmo del agua y del viento, comenzó a tañer desde la espesura los acordes que le dictaba su corazón, y de momento todo en el bosque enmudeció, y se oyó sólo aquella canción que hablaba de amor, de esperanza, de la alegría de las pequeñas cosas, de los recuerdos de la infancia, de las ilusiones olvidadas. Hasta Taldrín y los demás gnomos lloraban de felicidad, y cuando terminó, todo el bosque siguió en silencio todavía un rato, sin atreverse a moverse ni una brizna de hierba, ni a comer las ardillas, ni a cantar los pájaros, ni a seguir su curso el agua. 
Tarde tras tarde se repitió el dúo, siempre distinto, siempre igual de maravilloso, hasta que, por fin, el ama y el cochero juraron guardar silencio tras oír cosas tan extraordinarias, la joven se acercó a la espesura, y el luthier la miró a los ojos por primera vez.
       —Mi nombre es Tahar, se presentó él con sencillez.
— Me llamo Lorien, contestó ella. 

Fue todo lo que se dijeron ese primer día. Y no necesitaron más palabras para saber que se habían amado incluso desde antes de conocerse y que siempre se amarían. 

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