lunes, 7 de junio de 2010

RECUERDOS DE LA INFANCIA: JUSTICIA MUNDANA

                                     En un día como hoy, para mi madre. Aunque no lo vaya a leer.
Justo en la casa que quedaba frente a la Fuente de en Medio vivía uno de los borrachines más conocidos de aquellos barrios al que llamaremos, por llamarlo de alguna forma, el Capitán Bodega. 
Tenía una mujer un poco gorda, y un hijo y una hija no menos poco gordos. De nuestra edad, pero con los que rara vez jugábamos, porque casi nunca estaban en la calle, haciendo lo que nosotros hacíamos. Los veíamos a veces, en la puerta del patio de su casa, pero recuerdo poco más.  
Alguna vez escuchábamos comentarios en casa, susurros, críticas veladas. Alguna noche de verano, bajo los olmos y la parra, escuché a las mujeres que de vez en cuando él, el único enjuto de la familia, llegaba bebido y montaba broncas. Por eso le tenían un cierto rencor que salía a flote, supongo, cuando se enteraban de algún aspecto concreto de la historia o la última hazaña que afectaba a la mujer o a los hijos. 
Yo entonces no entendía de estas cosas y todo quedaba en palabras difusas, retazos de conversaciones adultas entre mujeres, de esas que llegaban a jirones, en las noches de calle o de cocina, o en las tardes, entre el momento en que se entraba raudo a casa de la abuela en busca de la merienda de pan con vino y azúcar o una onza de chocolate y se salía corriendo y oyendo a lo lejos que tuviéramos cuidado, que no nos ensuciáramos, que no sabíamos cuanto costaba lavar la ropa, y que a ver a qué hora íbamos a llegar. 
Y que si no, que nos podíamos ir preparando. Y “preparando” significaba precisamente eso: preparando, que no era poco. Pero esta palabra sonaba ya tan lejana que generalmente no la escuchábamos. Y así nos iba luego.
La noche de autos
Era una de esas noches de verano en que se sacaban los asientos —no las sillas, los asientos de culo de madera o anea, más bajos— a la puerta de la calle. Nos habíamos quedado a cenar en casa de mi tío, en la parte de abajo, justo al lado del comienzo de la calles empinadas, donde nadie se planteó nunca plantar un árbol, quizás por desidia, quizás porque un poco más allá, la ribera del río se llenaba de olmos y sauces llorones mecidos por los sones de las campanas de la iglesia de las monjillas.
El ayuntamiento hacía obras. La calle estaba patas arriba. Una gran zanja rompía la acera y parte de la calzada, como tantas otras veces a lo largo de los años, en unas partes ya cubierta de tierra, en otras con la nueva tubería todavía al aire, un poco más acá sólo el hueco, esperando que introdujeran los grandes tubos. La zanja era profunda: cabía casi perfectamente un hombre; trabajando a pico y pala, para ser precisos.
Para acceder a las escaleras con que comenzaba la calle empinada había que cruzar la zanja y los obreros, antes de marcharse, habían colocado unos tablones que permitían pasar por encima, aunque había que tener un cierto sentido del equilibrio. O aquellos cenutrios no pensaron en las personas mayores que habían de utilizar el sutil puente para llegar a su casa, o las de entonces tenían otro temple. Lo que no consideraron, seguro, era el paso de alguien con una cogorza como Dios manda. Pero aquellos albañiles no tenían por qué saber que, un poco más arriba, vivía uno de los borrachines más populares de aquellos tiempos.
Había sólo la poca luz de los faroles de entonces. En esa penumbra, esa noche, allí estábamos nosotros, los niños, saltando de un lado a otro de la zanja —¡cáete, te manchas, y verás lo que bueno, que no sabes lo que cuesta lavar la ropa!—; los mayores en sus asientos, hablando de esas cosas que eran siempre distintas y siempre las mismas, repetidas pero siempre con un punto de novedad, acerca de cualquier cotidianidad. Y de momento, al fondo, comienza a recortarse entre la tenue luz de las farolas una silueta zigzagueante. Lenta y zigzagueante. 
Acercándose pausadamente a la zanja, que tenía obligatoriamente que cruzar para llegar a las escaleras, enfilar calle arriba agarrándose a las paredes no apoyándose, sino agarrándose, aunque parezca difícil— y llegar finalmente a su casa, frente a la Fuente de en Medio, donde seguro que montaría una bronca que duraría hasta que se durmiera. 
Porque la figura que se acercaba no era otra que la del enjuto y malcarado Capitán Bodega.
Apuestas en silencio
Fue un momento especial. Nadie nos dijo que paráramos de saltar, pero dejamos de hacerlo todos al mismo tiempo. Ningún mayor nos indicó que nos acercáramos, pero todos nos acercamos. Nadie obligó a nadie a mirar, pero todo el mundo, mayores y niños, mirábamos en la misma dirección, atraídos por la danza absurda e improvisada del beodo. Ningún comentario se hizo, porque no hacia falta: todo el mundo pensaba lo mismo y todos sabían que los demás pensaban lo mismo. No se verbalizaron apuestas, pero se hicieron. No se trataba de jugarse nada, de ganar o perder; simplemente de demostrar quién tenía razón. 
Ya cerca de la zanja los hombres parecieron decidirse como por girar la cabeza, ya que no iba a pasar nada, y dijeron algo como “¡bah!”, aunque parecía un farol, porque continuaron pendientes con el rabillo del ojo del sinuoso recorrido los siguientes segundos; las mujeres, en cambio, parecieron concentrarse más y pronunciaron algo como un “¡uy!”. 
En algunas, entre las que se encontraba mi madre, tuve la sensación de percibir, sólo durante décimas de segundo, una sonrisa beatífica, como la que debe dibujar en su rostro quien siente que Dios ha escuchado sus plegarias.
El Capitán Bodega se acercaba, inexorablemente. Ni siquiera se dignó a saludar a los contertulios, tan mala educación produce la bebida en algunos. Buscó hasta encontrar los dos tablones tendidos de lado a lado de la zanja y se dispuso a cruzarlos, y a subir a su casa, y a montarle el Cristo a la familia. Y comenzó el paso del Estrecho.
Un refuerzo a la fe casi perdida
En las apuestas, ganó claramente el “uy!”. Seguido por un sonoro “¡clonc!”, producido al dar su cabeza de lleno contra la tubería. Entonces sí, como si todos estuvieran conectados a un resorte, al mismo resorte, saltaron de los asientos y se dirigieron a la zanja, mientras sonaba el coro de carcajadas tan inevitables como poco apropiadas. 
Entre esas risas crueles aún sin apagar y los lamentos sentidos del beodo, lo sacaron de allí, lo tumbaron en el suelo, le limpiaron la sangre de la cabeza y la cara; posiblemente alguien fue a buscar a un practicante a la Casa de Socorro cercana, y a alguno de nosotros se nos dio la orden urgente de subir a su casa y avisar a la familia para que bajaran a buscarlo. 
“No ha sido nada”, le dijeron los hombres como para calmarlo; “pero podías haberte matado”, sugirieron las mujeres. Y entonces ellos callaron y ellas no pudieron o no quisieron hacerlo y se lanzaron al ataque: “pero, ¿es que no te da vergüenza?”, “¿pero no ves como vas, hombre?”, “y a ti, ¿es que no te da pena tu familia?”. Los hombres optaron por la pasividad y la prudencia—en aquella sociedad cada cual tenía su papel, y no respetarlo tenía consecuencias—; las mujeres ayudaban y curaban, pero le hacían saber lo que pensaban, y sus palabras eran duras. 
Creo que él entendió el mensaje, aunque no le hiciera cambiar de hábitos: “Esto que te ha pasado, es por tu culpa; te lo mereces. Es más, aún ha sido poco. La próxima vez, quizás llegues más tarde, posiblemente no haya ya nadie tomando el fresco, y te quedes desangrándote en la zanja, donde te encontrarán mañana los obreros; bien pensado, quizás eso fuera lo mejor, y nadie lo lamentaría demasiado”.
Bajaron los hijos, y le recriminaron con sus miradas la vida que les daba; no sé si agradecieron que lo hubieran sacado de la zanja, pero sí los últimos reproches que oyeron de las mujeres; lo tomaron por debajo de los sobacos, lo cargaron y comenzaron la lenta ascensión de nuevo hasta el infierno.
Pasó el verano, se acabaron las obras. En mi interior quedó, como una alegoría de la justicia divina en esta tierra, aquella bendita zanja. Nunca hablé con mi madre sobre el tema; pero supongo que sintió lo mismo. Seguí corriendo, saltando, dejándome la piel de las rodillas en la tierra, ensuciándome aquella ropa que tanto costaba de lavar y que a mí no me lucía. 
Y preparándome a cada dos por tres, porque la justicia divina llegaba muy de tarde en tarde, pero la mundana, en manos de mi madre, gozaba de previsibilidad y en mi casa no se acababa nunca.

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