sábado, 19 de junio de 2010

FOLÍAS

Música para acompañar: de Christina Pluhar, las curiosas Folía y su versión de Se laura spira, de Frescobaldi.
Así era la folía: sencilla y capaz de todo. Ocho compases claros y rotundos, del re menor al fa mayor (pero esto lo sabría sólo mucho más tarde), y luego de nuevo al re menor. Un breve motivo a primera vista inocente, casi demasiado modesto, pero capaz de desencadenar las más inauditas y exuberantes fantasías.
                                                        Rita Monaldi,y Francesco Sorti. Secretum
Lugares inauditos
Uno de los lugares más enigmáticos de Londres debió de ser la taberna «El Ciervo Blanco». Estaba cerca del Támesis, se llegaba a ella “a través de una de esas callejas que bajan desde la calle Fleet hasta Embankment” y, al menos para las primeras doce visitas, era obligada para llegar la ayuda de un guía. Allí se reunían, las noches de los miércoles, escritores, editores y científicos para charlar amigablemente; uno de los habituales, que se convertiría desde el primer momento en uno de mis admirados, era Harry Purvis.
Este cliente solía poner sobre la mesa experiencias interesantes que permitían, al resto de los parroquianos, discutir sobre aspectos cuanto menos curiosos de la ciencia. 
Una de esas noches, el tema de discusión fue la existencia de la melodía perfecta. Todo empezó con un comentario banal de uno de los contertulios sobre esas canciones pegadizas que escuchamos en un momento dado y que luego repetimos durante una temporada una y otra vez, sin cansarnos. Unas son música de calidad, otras, banales, pero tienen algo en común: se asemejan a la melodía ideal. La aportación de Harry Purvis era que no sólo que era posible encontrarla, sino conocer a quien lo había logrado.
La melodía perfecta
La idea era antigua, y partía de la teoría de los arquetipos de Platón, entendidos como patrón ideal del cual se derivarían ideas u objetos. La libertad, o una mesa, lo son en la medida en que se  asemejen a ese ideal de libertad o mesa que nunca se llega a percibir ni imaginar, ya que, precisamente por ser perfecto, es inalcanzable e inexistente en un mundo real y, por tanto, imperfecto.
La discusión estaba servida. Si en este mundo imperfecto no era posible la perfección ¿cómo creer a Harry? Y sobre todo, si realmente alguien había dado con ella ¿cómo es que no había salido a la luz tan inmenso descubrimiento?
La historia que relató, en resumen, era la siguiente: Gilbert Lister era un fisiólogo especializado en el estudio del cerebro que se interesó por la música tras estudiar los ritmos alfa y beta. Su idea era que, si llegaba a descubrir la melodía perfecta, o algo que se le asemejara mucho, la grabaría y se haría rico ya que vendería miles de millones de copias. Así que se puso a trabajar.
Para ello comenzó recopilando melodías de éxito y se dispuso, primero a analizarlas, y luego a generar, siguiendo los patrones encontrados, nuevas melodías. Tuvo que endeudarse hasta las cejas con el fin de construir un órgano electrónico modificado al que llamó, en honor al gran músico, «Ludwig». Pero la empresa merecía la pena. O eso creía él.
Ludwig iba generando melodías y emitiéndolas por un altavoz. Al principio eran sencillas, luego fueron perfeccionándose.  El fisiólogo introducía cambios y variaciones. Hasta que, en una de aquellas composiciones aleatorias de parámetros cada vez más ajustados, Ludwig acertó con la melodía ideal. Y allí estaba el doctor Gilbert para escucharla. Y ese fue su fin.
Porque si una simple melodía pegadiza nos obliga a repetirla mentalmente una y otra vez, la ideal creó un bucle perfecto en su mente. Su cerebro sólo fue capaz, a partir de su audición, de reproducirla interminablemente hasta que sucumbió de inanición. Ludwig, una máquina al fin y al cabo, inconsciente de su logro, siguió produciendo nuevas composiciones aleatorias. Nadie pagaba las facturas ni amortizaba las deudas. Así que un día llegaron los acreedores, desmontaron aquel cacharro que emitía sonidos sin entender de qué iba aquello, enterraron al genio encontrado muerto en la sala y aquí se acabó la historia.
Algunos datos a considerar
El relato fue publicado por primera vez en 1956. 
Hay que tener en cuenta que hasta finales de los 50 los transistores no sustituyeron a las válvulas en los ordenadores, pudiendo así reducir su tamaño.
Pero el interés del relato no estriba en lo que implica de intuición tecnológica sino en lo que avanza respecto a estudios sobre fisiología cerebral. Se tardarían aún quince años hasta que James Olds, a partir de los descubrimientos de investigadores como Hess o Skinner, propusiera la existencia de unos centros de placer en el cerebro que cualquier animal —y las personas también lo somos— buscarían estimular constantemente y de las maneras más increíbles. 
En los experimentos que describe en su estudio, ciertas áreas del cerebro de una rata son conectadas a una máquina que da ligeras corrientes eléctricas que estimulan dichas zonas. Para conseguir una de esas descargas gratificantes, el animal ha de pulsar un pedal con una de las patas delanteras. Pues bien, cuando la rata descubre cómo funciona el mecanismo, es capaz de estar hasta veinticuatro horas seguidas apretando el pedal a un ritmo de entre 500 y 5.000 pulsaciones por hora, si se estimulan áreas del hipotálamos y ciertas zonas del mesencéfalo, o sobre unas 200 veces si las áreas estimuladas se encuentran en el rinencéfalo. Sin comer, sin beber, sin dormir, aplicadas únicamente a conseguir placer hasta que caen desfallecidas. Ninguna droga es más potente que la del placer cerebral directo, aunque a la estimulación de esas áreas también accedemos gracias a la percepción de la belleza mediante nuestros sentidos, como la música.
La folía
La primera vez que la oí conscientemente fue en un viejo vinilo de la colección de Música Antigua Española, titulado Danzas del Renacimiento, S. XVI, y la folía era la “Adórote Señor”, del Cancionero Musical de Palacio. Pero en aquel momento estaba demasiado encantado con la Danza de la hachas Austria felice, de Cesare Negri, como para dedicarle más atención.
Las redescubrí mucho más después, en un texto de Monaldi y Sorti, autores que acompañan sus libros con un CD con la música de la que hablan en sus novelas. Luego me percaté de que Jordi Savall había trabajado el tema y más tarde, por casualidad, me topé con las versiones de Christina Pluhar.
Desde hace meses, mientras escribo, leo o hago cualquier otra cosa, tengo como música de fondo, al menos durante un rato, folías. Tienen un atractivo especial para mí. Desconozco a partir de qué contactos neuronales estimulan las áreas de mi hipotálamo, mesencéfalo o rinencéfalo relacionadas con los centros del placer, pero me tienen subyugado. Gracias a Dios, no son la melodía perfecta, aunque algunas hayan llegado a aproximársele peligrosamente. 
Por cierto, el cuento de Clarke encierra alguna contradicción; por no pretender ser más que el maestro, también en este escrito he introducido algunas. Ni unas ni otras son errores: son puertas que se abren a nuevos caminos.

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