domingo, 13 de junio de 2010

LAS FLORES DE DON SANTIAGO


Sí, ensaimada! ¡Tú eres casi un símbolo! ¡El símbolo de la paz y la justicia, en estos tiempos en que corre tan poca! Con tu blandura soberana, apagas la mala sangre que corre por las venas de los hombres, y les frenas las pasiones, y les suavizas sus malos instintos. Combinada con chocolate, curas el mal de la neurastenia, que significa prisa por vivir o cansancio de no haber vivido. (...) Cuando llegas al hogar, el hogar es más hogar por tu presencia, y cuando llegas al paladar eres la harina hecha espíritu, un espíritu casero, de familia y recogimiento, de bondad sin misticismo, de fe sin exaltación, de consomé y de flor de naranjo; un espíritu que vive tranquilo, en el estado feliz del baño María.
                  Santiago Rusiñol. “Elogi de l’ensaïmada” en: L’illa de la calma.
Barcelona
Barcelona son, sobre todo, cientos de pequeños detalles, algunos de los cuales van desapareciendo. Hace poco, en la Puerta del Ángel observé que la vieja y cuidada tienda de toda la vida donde vendían peines de asta de ciervo, adornos de carey para el pelo o cepillos de cerda de jabalí, había desaparecido. Ahora, el espacio, lo ocupa no sé qué modernidad.
Cerca de la Plaza Universidad —no sé por cuánto tiempo— existe un horno donde hacen panes deliciosos. Suele haber siempre cola, y la espera lo merece. Cuando era estudiante, una amiga me tomó del brazo, me llevó allí una tarde y me dijo: mira, sólo aquí hacen unas ensaimadas tan buenas como las de Mallorca. 
Hace  muchos meses que no veo a esa amiga. Hace años que no he vuelto a comprar una ensaimada a aquel lugar, aunque sí otras delicias. Y eso que, tras leer el elogio de Rusiñol —del que aquí copio sólo un fragmento— es difícil no aficionarse a tomarla con chocolate y a una hora prudente, como él recomienda.
Sitges
La villa ha saltado a la fama tras la reunión, a principios de este mes, de los privilegiados del Club Bilderberg. Se ha hablado mucho de teorías de la conspiración, de un gobierno mundial, o mejor, de una “gobernanza”; curiosamente, pocos se han percatado de una coincidencia curiosa: hace dos años se reunió en Estados Unidos —curioso, porque ese año, y allí, empezó la actual crisis económica—; el año pasado se reunió en Grecia, y ahora está donde está. Este año el evento ha sido en España, así que me pregunto: ¿alguien nos está queriendo decir algo? y de ser así, ¿qué?
Pero volvamos a la villa. Con anterioridad, su fama se había debido, entre otras muchas cosas, a ser un enclave del turismo gay internacional, a las alfombras de flores del día del Corpus, y a ese vino llamado malvasía de Sitges —diferente de otras malvasías por su acidez, graduación y vendimia tardía— promocionado desde hace un tiempo por los seguidores del Slow Food.
Sitges es, además, un lugar lleno de poesía y el pueblo del alma de mi admirado escritor y pintor —o viceversa— Santiago Rusiñol.
La primera obra que leí completa en catalán, y que conservo en casa, fue L’auca del senyor Esteve. Y recuerdo un domingo en el que me vestí con una camisa azul cobalto y recorrí las calles más antiguas buscando el Pati Blau para fotografiarme sentado en él. Sólo encontré una imitación, burda, y además cerrada. Pero, cuando se trata de Don Santiago, ningún paseo es en vano. Aquella mañana acabé con mis pasos en el Cau Ferrat.
Cau Ferrat
Así se llama la casa que, a finales del XIX, Rusiñol construyó en Sitges para trasladar la colección de obras que guardaba en Barcelona y trasladarse, él mismo, a vivir. En ella tuvieron lugar las fiestas modernistas y las aclamaciones a El Greco, que congregaron a lo más selecto de la época. Unos años más tarde, y como para acompañar este edificio, el millonario norteamericano Charles Deering mandó construir, al lado y enfrente, el Palacio Marycel (Mar y cielo). Flanqueada por ambos queda hoy una placeta llamada el Racó de la Calma (Rincón de la Calma)
Rusiñol era uno de esos artistas, en el sentido más extenso de la palabra, extraordinarios, por cuanto su vida misma estaba contagiada de arte, además de de bohemia; uno de esos personajes heterodoxos que se hacen admirar. 
Amable y excéntrico, un día se puso a vender en las Ramblas duros a cuatro pesetas, y nadie se los compraba sospechando que era un timo. Recorrió Cataluña con el también pintor Ramón Casas en un carro. Vivió en París, escribió una de las guías más entrañables sobre Mallorca —l’Illa de la Calma, que conocí gracias a una amiga isleña—, pintó hermosos cuadros, escribió encantadoras obras de teatro; hizo lo que le dio la gana, vivió como quiso.
Los pintores decían de él que era un escritor que también pintaba; los escritores opinaban que era un pintor que a menudo escribía. Él se limitó a ser lo que le antojaba. 
Cuando las vanguardias artísticas empezaron a aparecer Rusiñol siguió en su sitio, ajeno a los nuevos cantos de sirena. 
Vivió y amó a la hermosa villa de Sitges, de forma que, cuando murió, donó su Cau Ferrat no a su familia, ni al Estado, ni a la Diputación o al Ayuntamiento, sino al pueblo.
El Cau Ferrat. Allí se va a nada concreto, como al resto de Sitges. Simplemente a pasear por sus estancias, a mirar el azul exquisito del Mediterráneo desde sus ventanas, a recordar a Rusiñol. Tiene una completa colección de herrajes —de ahí el nombre de la casa—, algunas pinturas de Picasso y de El Greco, múltiples obras de amigos, y unos dibujos suyos a lápiz que siempre me han atraído.
Lo que me emociona más, sin embargo, es saber que siempre, bajo el retrato que le hizo su amigo Ramón Casas, hay un ramo de flores frescas colocado por una sitgetana.


Un vagón mortuorio lleno de color
Año 1931; desde abril, la República tiene en efervescencia al país. Olvidado de tanto ajetreo un hombre ya mayor, de 69 años, pinta jardines en Aranjuez. En junio morirá, concretamente el día 13. Sus restos son trasladados a Barcelona, para ser enterrados. Cuando traían el féretro por ferrocarril a Barcelona, y a petición del ayuntamiento, el tren paró un momento en Sitges, en su pueblo amado, en su patria chica. Y entonces sucede: un grupo de mujeres, espontáneamente, se acerca, entra en el compartimento donde descansa el pintor, y cubre por completo el féretro con flores frescas. 
De aquel acto espontáneo surgió, en 1933 —hay quien dice que en 19232—, una especie de cofradía femenina, la Associació del Ram de Tot l’Any a Rusiñol (Asociación del ramo de todo el año a Rusiñol) y se comprometieron a que nunca faltaran flores frescas bajo su retrato. Me cuentan que ya hay una tercera generación de mujeres que ha tomado el relevo de llevar ese ramo, y nunca han faltado flores hasta el día de hoy. 
Hoy, en el aniversario de su muerte, cuando los paladines del Bilderberg ya han desaparecido y la villa no está tomada por los cuerpos de seguridad, he vuelto a Sitges, a pasear de nuevo por sus calles, a disfrutar de su luz, a sentarme en las escaleras del Palau Maricel que dan al Racó de la Calma, a fotografiar su luz. Es domingo y el Cau Ferrat estaba cerrado.
Lamento no haberme desayunado, en su honor, con un buen trozo de ensaimada mallorquina de las que todavía hornean en la Ronda de Sant Antoni, cerca de la Plaza Universidad. Pero me he hecho el propósito de conseguir ser, aunque sea de tarde en tarde, “un espíritu que vive tranquilo, en el estado feliz del baño María”.

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