jueves, 31 de diciembre de 2009

¡FELIZ AÑO NUEVO! Viejos escritos recuperados (y 3)


3. FELIZ 2009

Un brindis por todas y por todos.
De vez en cuando pasan cosas curiosas. Quizás más infrecuentemente de lo que sería interesante. Posiblemente menos interesantes de lo que nos gustaría.
Anoche sentí por primera vez tristeza –a menos que la memoria me falle más de lo que yo soy capaz de recordar– al despedirme del último dígito de la fecha anual. Normalmente se vive aquello de “a rey muerto rey puesto” o, en su versión más estándar, “el muerto al hollo y el vivo al bollo”, y uno saluda con alegría dicharachera al año recién estrenado y pasa a olvidar el que se acaba, salvo por algunos comentarios jocosos y un par de recuerdos que parecen más vinculados con alguna película americana o serie de TV que con la propia vida.
Pero anoche no. Será que me hago viejo. O que tomo conciencia de lo viejo que me hago. O vaya usted a saber por qué, y que quizás no tenga nada que ver con el paso del tiempo aunque hablemos de Tiempo. El caso es que, un poco antes de sonar las doce campanadas, sentí como una tristeza por el tiempo pasado. Por ese año al que un montón de gente decidió llamar 2008 y usarlo como se usa un pañuelo de papel que nos permite aliviar los peores síntomas del constipado de la vida.
Y frente a esa tristeza, ese nuevo retoño al que los mismos han dado en llamar 2009 quedó, mire por dónde, en un segundo plano. ¿A qué tanto jolgorio, tanto matasuegras, tanta copa de cava? ¡pero, si acaba de empezar; pero si no es aún nada!
En cambio 2008... reconozcámoslo, ha sido un año pleno. Pleno de mierda en más de una ocasión, es cierto, pero pleno al fin y al cabo. Doce meses, cincuenta y dos semanas, trescientos sesenta y cinco días, y no quiero utilizar la calculadora para ir citando la cantidad de horas, minutos y segundos. Sueños... pesadillas... alegrías... tristezas... cumpleaños... decesos... decisiones tomadas... decisiones que ¡joder! no llegaron a tomarse y deberían haberse tomado. Un año, vaya, en toda la extensión de la palabra. Nunca tres puñeteras letras –”año”– han significado tanto. Y 2008 ya ha sido un año. Entero. Único. Mágico en tanto que único. 
2009, en cambio, es todavía un conglomerado de ilusión, proyectos, deseos... pero nada seguro. Ni más ni menos que la Primitiva que guardo semanalmente en mi cartera antes del sorteo del jueves o del sábado, o que aquella chica con la mirada viva que me cogió una noche del brazo tras cenar en un cuchitril progre de Gracia y me fue susurrando tonterías al oído hasta que llegamos a la puerta de su casa y me dio las buenas noches, eso sí, muy amablemente. Humo. Puro humo. Bonito, interesante, acogedor... pero humo. De hecho –y no quisiera ponerme trágico– ni siquiera sabemos si lo terminaremos. Y conste que espero que sí.
Así que utilicé esos momentos previos al ritual de cambio de tercio para meditar un rato mientras se dirimía en qué cadenas veríamos a un par o más de tipos y tipas ganándose una pasta a costa de hacer el paripé para nosotros. Y mal, encima.
Y decidí cambiar -más de lo que ya la había cambiado los años anteriores- mi tradición nocheviejesca. 
Lo primero que hice fue un par de ajustes en los aspectos formales del momento: hasta el año anterior, y desde hace ya tiempo, yo sustituía las uvas por pasas de Corinto o sultanas. Para choteo del conjunto familiar presente, al menos las primeras veces y antes de comprobar que mi propuesta era más racional. 
Comerme las uvas a palo seco siempre me ha sido imposible; pasarme el cuarto de hora previo pelándolas y sacándoles las pepitas me había provocado más de una discusión con mi mujer –“es que eres de lo que no hay; aquí toda la familia hablando y tú pelándote las uvas; es que eres como un niño!”, etc.–; comprarlas ya peladas en un botecito es algo que me supera; así que me preparaba mis doce pasas sin hueso y a esperar las campanadas. Pues este año, ¡ni eso! ¡ni cava después! Una copita de licor y marchando. Y anoche no pudo ser, pero, en la medida de lo posible, a partir de este 2009, si el tiempo lo permite y la autoridad no lo impide, brindaré con Pedro Ximénez
Pero lo más importante fue el cambio de perspectiva que espero convertir en una tradición. Decidí no brindar por una llegada sino por una despedida. No tanto dar la bienvenida –que también, no seamos rijosos– como dedicar esos minutos a decir adiós cariñosamente al año que decían que se marchaba. Un año que, como todos, e independientemente del número que le queramos poner, no era, para mí, sino un tiempo de ese ser al que amablemente califico de “yo mismo”. 
No quise, por tanto, dedicar esos momentos liminares al viejo juego de hacerme buenos propósitos –que luego quedan en lo que mis mayores llaman “agua de borrajas”– sino a recordar quién y cómo he sido. Sin negativismos destructivos, sin ni siquiera críticas constructivas; evitando los manidos planteamientos de cambio: simplemente una mirada cariñosa hacia atrás. Y nada más.
Le dije en silencio a 2008 cuánto lo echaría de menos y le confesé que, aunque nunca se lo reconocí, lo había amado intensamente de vez en cuando. Y que, si de algo me arrepentía, era de no haberlo estrujado en cada uno de sus momentos junto a mi pecho y haberlo vivido como él seguro que me habría dejado. 
Le agradecí cada una de las miradas cómplices que tuvieron para mí mis hijas, las bromas con mi hijo, la presencia a mi lado de mi mujer, las conversaciones o los paisajes compartidos con los más cercanos, esas pocas botellas de vino acompañando los platos más dispares cargados de amor, las siempre tumultuosas reuniones familiares, las llamadas  telefónicas para no decir nada a mis padres, todo lo que aprendí, todo lo que llegué a olvidar, las personas que se fueron haciendo un hueco en mi ser, las que me han permitido seguir anidando en sus corazones, las pocas cosas que he escrito, las muchas que he dejado de escribir, esa caligrafía que me hizo un rato feliz, las hojas –verdes, ocres, rojizas– en las ramas de los árboles o en el suelo, el ruido sublime del agua, el vuelo de una rapaz, el canto de un canario, los azules del cielo, las músicas nuevas y las de siempre... hasta las discusiones y los enfados, con los demás, pero sobre todo conmigo mismo, fueron motivos para darle las gracias. 
Dicen los entendidos en la vida del más allá que cuando uno muere, lo primero que se ve es como un túnel, al final del cual hay una luz, y que, en unos pocos segundos pasa ante uno toda la vida. 
Sin llegar a tanto, algo parecido fue lo que yo viví anoche, aunque referido sólo a un año. No dije nada a quienes había a mi alrededor (mi fama de tipo raro hubiera crecido exponencialmente) pero los últimos minutos los dediqué a despedirme tiernamente de 2008. Por él brindé en lo más profundo y, aunque cuando terminaron de sonar las campanadas repetí una y otra vez entre abrazos aquello tan manido de “Feliz 2009”, tardé aún un tiempo en relajarme emocionalmente y saludar al nuevo retoño aunque, he de reconocerlo, un poco distante y frío, como diciéndole: “aún no nos conocemos, así que... a ver cómo te comportas que yo ya no estoy para hostias”.
Agradecido a todas, y a todos, por vuestra presencia en mi vida a lo largo de 2008, ¡un brindis! y, ahora sí, feliz año nuevo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario