martes, 8 de diciembre de 2009

A VUELTAS CON MI IDENTIDAD


La vuelta a aquella ciudad de provincias solía ser aburrida, pero el reencuentro con la familia lo salvaba todo. Mi madre, aprovechando que volvía a estar en casa unos días, me utilizaba para mandarme a hacer las cosas más naturales, que para mí resultaban curiosidades inverosímiles. Por ejemplo: ir a comprar a cualquier hora, a cualquiera de las tiendas del barrio, cualquier cosa que ella necesitara. Yo bajaba, esperaba mi turno, cumplía el encargo y le subía la lejía, el jabón, las morcillas, las cerillas, un colador o los elementos más estrambóticos.
Me sorprendía siempre el ritmo de venta. Lejos del estajanovismo del supermercado, allí las dependientas no se limitaban a despachar: preguntaban las razones de la compra, se interesaban por la salud de las familias, se lamentaban o alegraban con las andanzas de unas y otras, daban consejos profesionales e intercambiaban recetas de cocina o remedios para enfermedades compartidas.
Dueñas, dependientas y clientas formaban una especie de microsociedad variable que se iba repitiendo parcialmente en los diversos territorios de compra. Y yo era como el turista insulso al que se tolera en la fiesta popular; el chaval de fuera que nadie sabe qué coño hace allí y además nadie tiene tampoco ningún interés en saberlo. Al principio te miran con algo de curiosidad, pero poco después deciden en común –sin que medie ni siquiera el más mínimo comentario– que no tienes nada que pueda interesarles y prescinden de tu presencia aunque sin perder la compostura ni la educación al contestarte cuando preguntas quién es la última para coger tanda.
Hasta una tarde en la droguería que había justo debajo de casa.
Hasta ese momento, yo había tenido una percepción de mi identidad bastante simple: tenía un nombre y unos apellidos y hasta un número de carnet de identidad. Y con ambas cosas en comandita podía comerme el mundo. Cierto, había leído El Zen del correr y sabía que somos más de lo que parecemos o creemos parecer, pero era un conocimiento intelectual sin más aparatosidad ni incidencia vital.
Ese día yo repetí, por enésima vez, el ritual de compra: entrar en el laberinto, acercarme al mostrador, preguntar quién era la última y esperar el turno. Pero esta vez era diferente: tenía que explicar al droguero qué quería exactamente, y la única manera de no equivocarme, siguiendo las instrucciones recibidas, era recitar una letanía que empezaba así: “Buenas tardes, me manda mi madre, que dice que quiere ...”. Una vez explicado, el droguero sabría exactamente qué era lo que tenía que darme, porque sabía lo que era, porque ella siempre compraba eso allí.
Y entonces, cuando empecé a explicarme noté, perplejo, cómo las caras cambiaban. No se hicieron más alegres, ni mostraron ningún gesto diferente a los segundos anteriores, pero juro que cambiaron. Es como si sus miradas se hubieran iluminado, como si yo hubiera pronunciado una fórmula mágica que hubiera obrado alguna especie de encantamiento en la concurrencia.
Y entonces, cuando yo hube terminado mi perorata y el droguero me servía el pedido mucho más cordial que de costumbre, se me desveló el enigma cuando una de las clientas me dijo abiertamente, como si me conociera de toda la vida (y era eso, que me conocía de toda la vida, aunque para mí era un perfecta desconocida): “pero entonces ... ¡tú eres el mayor de la Juanita!”.
Y así, como en un fogonazo, tuve conciencia de una nueva faceta de mi identidad: yo no tenía nombre, mi DNI no me lo sabía ni yo y, sin embargo, todas las presentes sabían dónde vivía, qué hacía, cuándo había venido de vacaciones y cuándo me marcharía, con quién salía y hasta qué tipo de hijo era. Es más, sabían cosas de mi infancia de las que yo no guardaba ni recuerdo ni conciencia.
Pero el nuevo Yo no era el Yo que yo conocía, no el Yo del que yo tenía conciencia, sino ese otro individuo, parecido externamente pero distinto a mí, absolutamente desconocido hasta ese momento para un servidor y, sin embargo, con una raigambre profunda en ese microcosmos tan peculiar. Acababa de saber que era aquel al que todos conocían como “el mayor de la Juanita” y del que ahora acababan de recuperar la última versión de su rostro, desdibujado por los años pasados fuera.
Siempre me ha gustado mi nombre, pero esa definición tenía un par de cosas que me parecieron hermosas:
Una, yo sólo era en función de mi madre; ni de mi padre, ni siquiera de mí. Mis logros, mis trabajos, mis fracasos, no eran nada en sí mismos, sino en función de la educación materna recibida, de sus cuidados, de su propiedad intransferible.
Y dos, era también en función de mi lugar respecto a mis hermanos: no era “uno de los de la Juanita”, sino “el mayor”. Posiblemente he sido siempre el más irresponsable, pero eso ahora no importaba, porque, quisiera asumirlo o no, era el mayor, y aquello era una situación tan incontestable como el sol que hacía fuera, a esas horas de la tarde.
Mucho tiempo después, en una clase de antropología cultural, mi querida profesora peroraba sobre conceptos como la matrilinealidad, la matrifocalidad y otras lindezas similares, sobre la diferencia entre poder y autoridad y sobre cómo la aparente autoridad del patriarcado se diluía, en la vida real, entre ciertos poderes que las mujeres manejaban de forma cotidiana con una precisión y eficacia que daban envidia.
Y, de pronto, dejé de oír la clase magistral, me abstraje a lo más profundo, y me dije con orgullo que, aunque no constara en mi expediente académico, quien sacaría una nota de lujo en el siguiente trabajo no sería el Yo que conocían aquellos desconocidos con los que compartía aula, a algunos de los cuales incluso llamaba cariñosamente “compañeros”, ni mi admirada profesora de antropología, sino ese otro yo del que nadie sabía que estaba allí: el mayor de la Juanita.
El mismo que ahora, tanto tiempo después, comienza este cuaderno de bitácora para señalar puntos de un viaje imaginario en el proceloso océano de la vida.

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