lunes, 21 de diciembre de 2009

¡FELIZ NAVIDAD!



Primer día del invierno de 2009
Esta fue mi felicitación navideña del año pasado a mis allegados. La comparto hoy, sobre todo conmigo mismo. Debería haber escrito otra para enviar antes de leerla; pero no lo he hecho y ahora me siento de nuevo tan identificado con lo que escribí, que ya no se me ocurre nada nuevo. Otra vez será.
I
“Ateo” es una palabra dura: significa la negación de Dios. “Laico” podría servir, pero transige y hasta promociona la confusión intolerable entre la laicidad y el laicismo. “Agnóstico” quizás sea un término más adecuado para definirme desde una perspectiva religiosa, pero mi madre no la conoce. Así que, para definirme, ella utiliza el calificativo de “descreído”: el que ha dejado de creer y, según el día y el contexto, el tono tiene algo más de reproche o algo más de conmiseración.
No el que niega, ni el que odia, ni el que combate desde el otro lado de la trinchera... ni siquiera el que olvida. Simplemente el que ha dejado de creer.
Dejar de creer no significa, en realidad, mucho: simplemente se toman una serie de ideas  de la cajita “realidades” y se colocan en la cajita “mitos”. Y se sigue admirando su belleza, disfrutando de su ingenuidad o de su sofisticación, planteándose por qué vericuetos llegaron a formar parte del imaginario colectivo, cómo cumplieron sus expectativas, de qué forma se enriquecieron o empobrecieron con el paso del tiempo. Y lamentando que se hayan sustituido por ciertos engendros laicistas –que no laicos– como los que nos oprimen hoy.
Uno puede no creer en Dios tal y como lo concibe una iglesia concreta, o en la virginidad de María, pero no por eso  deja de extasiarse cuando escucha la Cantata 147 de Bach, el Verouiou de Gretchaninov o el Magnificat a 6 voces de Monteverdi. Ni de encontrar hermoso cantar en latín Adeste Fideles, o de lamentar no saber inglés antiguo para entonar con estilo el God Rest Ye Merry, Gentlmen llegadas estas fiestas.
O de canturrear en la ducha, a pesar de las quejas familiares, aquello de 
“Campanitas que vais repicando, 
Navidad vais alegres cantando,
etc.
Y todo esto con cuidado de que no te oigan los vecinos, no vaya a ser que llegue la SGAE y te cruja por no pagar los derechos de autor a los herederos de Don Antonio Machín (QEPD).
Desde mi descreimiento, pues ¡FELIZ NAVIDAD!
II
Una cosa que me molesta, retrospectivamente, es que no me educaran religiosamente como Dios manda. Me dieron una tabarra terrible con el sexto mandamiento pero, en cambio, nadie se tomó la molestia de explicarme el significado de la hesiquía y la xenitía o que el octavo pecado capital, el de Vanagloria, el más difícil de superar, fuera eliminado por Santo Tomás de Aquino. Así que no es de extrañar que, cuando, en medio de una vida en contradicción permanente, tuve que decidir entre el Estado de Gracia o las chicas de Playboy, no tuviera muchas dudas.
Pero lo que más me molesta es que me hayan tenido engañado durante los años en que fui creyente. Me contaron nada más la parte ñoña de la historia y nunca me dejaron acercarme a la heterodoxia, cuando mi temperamento es, precisamente, más de esa cuerda. Me hurtaron las preguntas, las dudas, los retortijones intelectuales de aquellos que se acercaban al Dios que nacía y al Hombre creado con sentido crítico –cuando no cáustico– y alegre. Y eso incluso por parte de los defensores del pensamiento laico, lo cual ya roza el delirio.
Un ejemplo concreto: tercer o cuarto año de carrera; materia: Renacimiento y Manierismo; tema de la clase: análisis iconográfico de La creación del hombre (1508-1512, Capilla Sixtina, Vaticano) de Michelangelo Buonarroti. Dale que te pego con el contexto histórico, la figura Clemente VII y hasta –oh, Jesús, que progresía!– las supuestas tendencias homosexuales del artista propuestas por la misma mente calenturienta de la compañera que se fijaba en las pequeñas dimensiones de los atributos sexuales de Adán.
Sobre lo que nadie me hizo reflexionar, en cambio, fue sobre el hecho de que el Adán de Miguel Ángel también tuviera ombligo. Que, independientemente de sus innovaciones estéticas, fuera el continuador de un saga que enmascaraba un debate interesantísimo: si Dios lo había creado con o sin ombligo (si no había nacido de madre, sino que había sido creado ¿para qué lo quería?). El tema, teológicamente hablando, tiene miga y parece que dio para mucho.
Por si parece baladí señalo un hecho: un siglo después de que así lo representara Miguel Ángel, el 10 de julio de 1608, quemaba la Inquisición en la lejana ciudad de Lima al bachiller Juan del Castillo, hombre cumplido y alegre, y poco dado a trabajar, de quien opinaban los amigos lo que ha sido y fue envidia de tantos: “Nadie como él en Lima para hacer hablar a una guitarra, echar un pasacalle a las mozas e improvisar décimas y ovillejos”. Su pecado: haber sembrado la duda entre sus conciudadanos, mediante unas rimas de gato cojo muy populares en aquella época, de si Adán había sido creado con o sin ombligo.
Desde la reivindicación de los aspectos más interesantes del cristianismo; desde la lucidez de tantos santos varones que debían aburrirse y se montaron unos tinglados metafísicos que dejan en mantillas a cualquier ilustrado es lo que tiene no pensar en hembras, o pensar casi todo el rato, pero sin pasar de ahí–; desde los relatos que sólo pueden encontrarse en los Evangelios apócrifos (y recomiendo encarecidamente el Evangelio árabe de la infancia, en la edición de la librería Bergua, de Madrid, de 1931) ...
¡FELIZ NAVIDAD!
III
En casa, mis hijas han decidido que pongamos un pequeño Nacimiento a la entrada, encima del zapatero. No sólo es pequeño, es casi miserable y me avergüenza no tener unas figuritas de barro, incluso algunas ya con trozos rotos, con las que completarlo.
Para intentar compensarlo, les explico cada año cómo era la Navidad cuando yo era pequeño, cómo íbamos con mi padre a buscar musgo al monte hoy es una especie protegida y en peligro de extinción– o a buscar residuos del carbón de las máquinas del tren para hacer el portal y las montañas las máquinas de tren aún eran de vapor–. Cómo quitábamos a cada figurita el papel de periódico que la envolvía y la colocábamos en su sitio; cómo simulábamos el agua, cómo lo iluminábamos con bombillas cubiertas de papel de celofán de colores y de cómo íbamos moviendo cada día a los Reyes Magos para que el día 6 de enero estuvieran justo ante el Portal. También las cantadas de villancicos, la costumbre de pedir el aguinaldo, las cenas familiares cuando la familia incluía a tíos y primos hasta un tercer grado e incluso, si venia a cuento, amigos y gente sin parientes tan cercanos. Y la nieve y el frío en la nariz y las orejas por las noches, y la misa del gallo, y los belenes de las iglesias y de los particulares que abrían su casa para que otros los vieran y admiraran (las puertas, a pesar del invierno, seguían a veces abiertas).
En el comedor, mis hijas han puesto el árbol de Navidad. Es de aquellos de plástico, que guardamos después (ecología y reciclaje), y ahora que ya han crecido hemos puesto unas bolitas más discretas y las lucecillas son blancas, y se atenúan y acentúan rítmicamente, y no son ya multicolores que se encienden y se apagan.
Pero nadie canta villancicos y la vida sigue como si no pasara nada. Y algo en mi interior echa de menos qué sé yo qué.
Antes de irme a dormir busco y encuentro. De la estantería saco un libro de De Crescenzo
 y sonrío al releer las teorías del profesor Bellavista: 
“Verá, los seres humanos se dividen en belenistas y arbolistas, como consecuencia de la división del mundo en mundo de amor y mundo de libertad
 (...) Pues, como iba diciendo, la división en belenistas y arbolistas es tan importante que, a mi juicio, debería constar en los carnés de identidad como el sexo o el grupo sanguíneo. Pues claro que sí, porque, si no, un pobre desgraciado corre el riesgo de descubrir, cuando la cosa ya no tiene remedio, que se ha casado con otro cristiano cuya tendencia navideña es distinta. Parecerá que estoy exagerando, pero es la pura verdad: el arbolista tiene en su vida una escala de valores totalmente diferente a la del belenista. El primero le da mucha importancia a la Forma, al Dinero y al Poder; para el segundo, en cambio, están ante todo el Amor y la Poesía.
-Nosotros, en esta casa -dice Saverio- somos todos belenistas, ¿no es cierto profesor?
No, no todos. Mi mujer y mi hija, por ejemplo, como casi todas las mujeres, son arbolistas. (...)
– Entre ambas partes no puede haber diálogo, el uno habla y el otro no entiende. (...)
Las personas que prefieren el árbol de Navidad son sólo meros consumistas; el belenista, en cambio, tanto si se le da bien la cosa como si no, se convierte en un creador (...)”
Esto se escribía en Nápoles en 1977. Treinta años después, aquí, bien merece una reflexión. El Portal de la entrada de casa es una pequeña porquería prefabricada a la que sólo mi ilusión puede considerarlo un Belén. El árbol, ya lo he reconocido, tampoco es que sea gran cosa. Pero cuando volvamos de esa pequeña ciudad donde pasaremos de nuevo la Nochebuena en familia –y donde sí que veremos Belenes como Dios manda–  encenderemos algún día fuego en la chimenea y ¿quién sabe?
Aunque yo ya no crea, aunque vosotros/as ya no creáis o sí–. Desde ese Yo que nunca conocisteis, pero que llevo dentro, guardadito, a todos esos niños y niñas que tampoco conocí, y que espero que no hayáis olvidado –o peor aún, abandonado en el camino– en un día como hoy sólo puedo desearos
¡FELIZ NAVIDAD!

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