miércoles, 12 de mayo de 2010

LA DEPLORABLE RUMBA EL MANISERO



Música para acompañar: El Manisero (en la versión de mi infancia de Antonio Machín) y Chan Chan (recomendada la interpretación del Buenavista Social Club).
A ese saxofonista que durante años ha sido mi padre
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Hardy, (...) la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión,(...) la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito (...), el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero (...)
Jorge Luis Borges. “El espantoso redentor Lazarus Morell”, en: Historia Universal de la infamia.
Un grupo de amigos fue de vacaciones a Grecia. Tras volver de su visita al monte Athos —el misticismo los impregnaba— se dejaron seducir por un vino fresco denominado retsina mientras comían yoghurt y quesos, y uno de ellos, profundamente seducido, se dio a tararear canciones de la España profunda. La mezcla de frescor, alcohol y resina de los pinos de Alepo parece ser que le despertó sentimientos perdidos.
El tipo en cuestión, habitualmente un figura para la música moderna, seguidor en aquellos años de gente como Kitaro, Brian Eno, la Penguin Café Orchestra, Philip Glass y genios similares, cuentan que entonaba, desafinando en medio de una magnífica cogorza, temas como el Porompompero o Dónde estará mi carro.
Tras la resaca, y cuando los colegas le comentaron sus hazañas musicales, él lo negó. Lo negó todo. Obstinadamente. Él no había podido cantar lo que decían que había cantado. Yo, en cambio, los creí, y ello por dos razones: una, el amigo que se puso tibio de retsina no podía recordar qué había pasado; y dos, la forma de carcajearse de los demás indicaba a las claras que la anécdota era cierta.
Lo entendí porque también a mí, sin el aditivo del vino griego y sin ser tan refinado en mis gustos musicales, me sucedió algo parecido: en un verano septentrional empecé a tararear a menudo pasodobles, boleros y hasta fragmentos de romanzas de zarzuela.
Fue en Estocolmo, a mediados de los setenta, rodeado de colombianos, venezolanos, argentinos y otras gentes de la diáspora. Y allí, en días de luz interminable, oyendo los múltiples acentos del  español y acompañado de cumbias y guajiras, empecé a añorar lo que hasta hacía poco despreciaba. Y a tararear aquellas viejas y conocidas canciones en la ducha o en mis paseos junto a un lago próximo a la Skogskolan.
Música que había escuchado en casa, a lo largo de mi vida; que había oído tocar a mi padre en alguna verbena popular; y que me parecía poco menos que música de segunda o tercera categoría, sin la grandeza de las composiciones clásicas, ni la ruptura de los grupos anglosajones de moda por aquel entonces, ni la profundidad revolucionaria del folk song contestatario.
Y allí estaba yo, a miles de kilómetros de casa y añorándola, y sintiendo no haber metido un cassette en la mochila para poder escucharla de nuevo. Era mucho más estúpido que los demás, que habían traído consigo, desde el París o Londres donde residían en invierno, las canciones de sus tierras, los ritmos caribeños que marcaban sus pasos en la cocina de la residencia de estudiantes que compartían con los que ni siquiera éramos estudiantes.
Cuando regresé de tan lejos ya nada fue igual. Seguí con mis gustos, pero siempre dejé un hueco libre para ese tipo de música popular o populachera, como se prefiera, y empecé a apreciar de otra manera el quehacer de mi padre en temporadas de fiestas patronales y verbenas veraniegas diversas.
Ahora tengo un hijo adolescente que ha empezado a tocar en un combo latino. La otra noche, cuando llegó a casa, me dijo: “hoy he pensado en ti, vamos a conseguir la partitura de Chan chan y ¿a que no sabes lo que hemos empezado a ensayar?”
Y sí, era justo lo que yo ya imaginaba. Aquella rumba que Borges tildó, tan injustamente, de deplorable.
He vuelto a pensar en mi padre, he recordado aquel verano en Estocolmo y aquel calificativo tan poco considerado, pero tan entrañable, de mis años impregnados de literatura borgiana. De nuevo ha enturbiado mi vida, como un soplo cálido, la deplorable rumba El Manisero.
P.S. Esto me recuerda una noticia de hace unos meses. Parece ser que los partidos mayoritarios en eso de la política, en su lucha por lavar no se qué memeces culpables, propusieron quitar de callejeros, pedestales y otras gaitas a aquellos personajes vinculados o enriquecidos con el negocio de los esclavos. Loable labor la de los incapaces. Uno de los presuntos implicados, al parecer, sería el padre Bartolomé de las Casas. Lo lamento por el filántropo, que no se merece este trato; por lo que a mí respecta, me parece que voy a ir a la bodega del centro a ver si encuentro una botella de retsina para adecentar cualquier comida alegre de esta primavera. Y a escuchar la consabida rumba, o cualquier son similar, mientras como.

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