domingo, 15 de julio de 2012

El sentido oculto de las cosas. I. Peer Gynt.


                                 Música para escuchar: cualquier versión de  
                                                         “La canción de Solveig”, preferiblemente cantada.
El 24 de febrero de 1876, se representaba en Christiania (hoy Oslo) la obra de Ibsen Peer Gynt, con música de Edvard Grieg.
Hace un rato, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco.  Le he contestado que sí, y que no recordaba desde cuándo estaba con nosotros, que posiblemente desde antes de nacer él. Y como me he quedado mirándolo, como preguntándole a qué venía la pregunta, me ha explicado la razón: 
Anoche lo invitaron a un concierto en Barcelona; una amiga toca en la JONC —la Jove Orquesta Nacional de Catalunya— y una de las piezas del repertorio, que le entusiasmó, fue precisamente ésta. Me ha contado que iba reconociendo fragmento tras fragmento, pero que nunca hubiera dicho que eran del Peer Gynt. Y me ha asegurado que desde ahora lo oirá de vez en cuando.
Me han dominado dos grupos de recuerdos. El primero eran esas noches en que, antes de ponerlos a dormir, escuchábamos música mientras leíamos o jugaban. Solía elegir músicas alegres, sencillas, cómodas. Oíamos baladas, folklore irlandés o castellano, arias de ópera, romanzas de zarzuela y composiciones pegadizas como alguna danza húngara de Brahms, la barcarola de los cuentos de Hoffman, Para Elisa, la Marcha Turca de Mozart.... y el Peer Gynt de Grieg.
Luego crecieron, cambiamos las costumbres, pero hoy me alegra saber que algo quedó.

El segundo grupo de recuerdos es anterior, muy anterior. Mis dos hermanos pequeños ni siquiera habían nacido; mi padre, que trabajaba hasta la extenuación para sacar adelante la familia, siempre tuvo tiempo para la música y una de sus actividades era tocar la bandurria en la rondalla de Educación y Descanso de nuestra pequeña ciudad de provincias.
Alguna tarde daban un concierto para familias, amigos y conocidos. Mi madre nos arreglaba a mi hermano Pablo y a mí, nos cogía fuertemente de la mano —como si temiera que nos escapáramos, aunque nosotros íbamos tan contentos— y, en medio de la apacible primavera o del frío invernal, bajábamos a oír el concierto que daba aquella rondalla en la que tocaba mi padre. Alguna de las obras que solían repetir eran fragmentos del Peer Gynt
Grieg, interpretado por un grupo de hombres más bien con poca o nula cultura musical, con más ilusión que conocimientos, y encima en un grupo de los llamados de “pulso y púa” no parece muy entusiasmante; pero para aquellos hombres y sus familias lo era.
Un día observé algo que me dejó sorprendido: en un momento concreto, uno de los compañeros de mi padre se puso a llorar en silencio. Si no te fijabas, ni te dabas cuenta; era simplemente que, mientras tocaba —la bandurria, el laúd, la guitarra, no recuerdo bien qué— algunas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Cuando acabó el concierto le pregunté a mi padre qué le pasaba. Y nos contó la historia: aquel hombre no tenía mucha facilidad para la música y había estado a punto de dejarlo en más de una ocasión, pero el anterior maestro de la rondalla, ya viejo, lo animó a seguir. Le ayudaba, le corregía sin acritud los errores, lo felicitaba cuando por fin conseguía tocar algo pasable. Se empeñaron, los dos, en que al menos una partitura le saliera realmente bien, y lo consiguieron: era “La canción de Solveig”, del Peer Gynt de Edvard Grieg. 
El maestro murió. Pero aún años después, cada vez que la rondalla tocaba esta partitura, aquel hombre lo recordaba y la añoranza le partía el corazón.
Así que, cada vez que bajaba a oír uno de aquellos conciertos, esperaba esa música y, si la tocaban, estaba atento y me emocionaba yo también, recordando la historia que nos contó mi padre.
Luego volví a escuchar la composición en mil versiones, e incluso me maravillé cuando descubrí que la original era cantada y disfruté con el sonido de una voz femenina que la endulzaba aún más. Pero siempre he tenido en el corazón aquella sencilla versión de una rondalla de pulso y púa donde un hombre maduro, cuando llegaba este momento, no podía contener las lágrimas.
Esta noche, mi hijo me ha preguntado si teníamos en casa el disco del Peer Gynt. Y me he dejado arrastrar por los recuerdos. Y he vuelto a oír, una y otra vez, en diversas versiones, “La canción de Solveig”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario