martes, 9 de marzo de 2010

RECETAS IMPROBABLES. LA CONTRADICCIÓN.


“Sacó el polvo de hornear de su hermosa y nueva lata y lo puso otra vez en la vieja bolsa donde había estado siempre. Derramó la harina blanca en un vieja olla de barro. Pasó el azúcar del recipiente de metal donde se leía azúcar a una serie de frascos pequeños donde se leía especias, piedras de afilar, cordeles. Puso los ajos donde habían estado durante años: el fondo de media docena de cajones. (...) Encontró los lentes nuevos de la abuela en la repisa de la chimenea y los escondió en el sótano, y luego encendió un gran fuego en la vieja estufa, con páginas del libro de cocina”.
                                                                        Ray Bradbury. El vino del estío
Siendo como soy, tenía que llegar el momento de la contradicción. La comida, en vez de rodeada de voces de amigos, enclaustrada en el silencio del rito. Y, tras la cortina, ese viejo conocido siempre al acecho: el caos.
Y es que yo, amigo al tiempo de guisos y palabras, tengo de regente en mi Olimpo mítico de la cocina a un personaje antagónico: a la abuela de Douglas Spaulding, el joven protagonista de El vino del estío
Fue gracias a ella que pude elevar definitivamente la cocina a rango de arte y, releyendo ese capítulo, he ido descubriendo otra contradicción interior no menos esencial: la que existe entre el Orden y el Caos. Buscar el equilibrio entre el uno y el otro es una tarea en la que aún persisto. 
Vayamos al Orden: La abuela de Douglas se encarga de cocinar en la casa de huéspedes que tiene la familia, y más que guisar, cada día les muestra con sus platos las maravillas del Universo y les permite compartir el milagro de la Creación. Cada comida es diferente. Y nadie pregunta qué es, ni qué contiene. Simplemente se paladean como si de una Comunión se tratara, sin decir ni una palabra, con un recogimiento absolutamente religioso, cercano al éxtasis, imperturbables frente al mundo exterior, que deja de existir en cuanto se levanta la tapa de la cazuela y el olor a todo inunda ese microcosmos.
Entremos en el Caos: Esos guisos se hacen en una cocina infernal, donde aparentemente no hay nada en su sitio, oscura y demasiado cálida. En ella la abuela manipula botes cuyas etiquetas nada tienen que ver con sus contenidos, mirando todo a través de una gafas poco menos que opacas, mientras transmuta las cosas más vulgares en maravillas mediante auténtica magia.
Hasta que un día maldito llega la entrometida tía Rose. Y empieza a imponer “otro orden”. Su primera herejía consiste en preguntar qué cenarán, porque a ella siempre le ha gustado saber lo que come; y después, casi provoca un terremoto cuando se le ocurre inquirir cuál es la receta. Luego entra a lo cocina y se asombra del caos reinante: así que se empeña en abrir las ventanas y ventilarla porque es oscura y hace calor; más tarde  insistirá hasta que logra ordenar y etiquetar las especies y otros elementos culinarios; luego se sorprende de que la abuela vea algo con sus viejas gafas y le consigue unas nuevas y, finalmente, la acompaña a comprar... ¡e incluso le regala un libro de cocina! Y todo ello apoyado en una nefasta frase llena de conmiseración salvadora: “Voy a ayudarla, así que no abra la boca”.
El resultado es devastador. Huéspedes y familia son incapaces de engullir los nuevos guisos, la abuela empieza a deprimirse, y la tía Rose insiste en que ahora sí que está todo en orden... e incluso insinúa que han de agradecerle que pueda servirse la cena media hora antes.
Y el final feliz. Douglas, previas indicaciones del abuelo, acompaña a tía Rose a dar una vuelta por el pueblo. Cuando regresan, en el porche están todos, salvo la abuela, que nada sabe, esperándola con su maleta preparada y un billete de tren. El abuelo le dice educadamente adiós. Sin opciones. 
Esa noche la abuela prepara la cena pero sigue siendo incomible. Entonces se hunde, se lamenta de haber perdido su don y se echa a llorar desconsoladamente, mientras los huéspedes se retiran a sus habitaciones de nuevo hambrientos y emocionalmente destrozados.
Cuando todos se han retirado, Douglas entra en la cocina, lo revuelve todo, esconde las gafas nuevas y enciende la estufa con el libro de recetas de tío Rose. 
El estruendo de la estufa despierta a la casa, la abuela baja a su templo de siempre, siente que ha recuperado esa forma de orden que era su caos particular, y por ende su arte, y empieza a cocinar de nuevo. 
Aromas maravillosos suben las escaleras de la casa en plena madrugada y, en silencio, sin necesidad de que medie palabra alguna, los pensionistas –que siguen despiertos por el hambre– van bajando al comedor, ponen los mejores cubiertos y manteles, encienden las velas por miedo a que la luz eléctrica rompa la magia del momento, y esperan, de nuevo, la llegada del Paraíso, del único Orden posible, de ese acto de creación primigenio con que, en la cocina, la abuela imita a los dioses.
Ya he dicho que me gusta cocinar.  Y he reconocido que no lo hago bien, aunque algunos platos me quedan interesantes. Con mentalidad de tía Rose compré alguna vez libros de recetas que nunca he llegado a utilizar, y de vez en cuando disfruto preparando alguna cosa en medio del caos. A diferencia de la abuela de Douglas, a mí el desorden  no me ha concedido ningún don, pero ella sigue siendo mi ídolo culinario: una anciana a quien conocí por casualidad, entre las páginas de una novela, una tarde de verano que fue como una revelación, en el sentido religioso del término.
Desde entonces he ido elaborando el Mito de la abuela de Douglas, que se podría sintetizar como el del Orden Implícito o también llamarlo del Caos Aparente.
Así que si alguna de las recetas que iré anotando plantean contradicciones, o aparecen desordenadas, o son poco claras y no siguen el esquema al uso, no me preocuparé. He aprendido a vivir entre las palabras y el silencio, soñando tanto con guisos compartidos entre risas como con platos cuyo disfrute sólo es posible desde el recogimiento. 
Sigo teniendo, en algunos aspectos de mi vida, una tendencia enfermiza al orden y, en otros, unos deslices hacia el caos que me llenan de vez en cuando de terror. Por eso, aunque muy de tarde en tarde, releo ese capítulo de El vino del estío y me reconforto.
Y en eso estoy. Buen provecho. 

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