miércoles, 10 de marzo de 2010

RECETAS. 1. GACHAS, AHORA QUE AÚN HACE FRÍO

Comida de pastores ovejeros. De agricultores cerealistas, tantas veces pobres. De otoños fríos e inviernos helados. De paisajes entre la Serranía y la Mancha. De años de nieves que no siempre son de bienes, de estufas de leña que ahuman todo y a todos. De casa de la abuela. De casa de la madre. De infancias junto a pinares y alamedas, con algún olmo cercano donde en primavera anidaban los pájaros, y una parra delante de la casa de la Patricia, cuya sombra cobijaba a niños y mayores del sol inmisericorde de las tardes de verano.
Ahora ese mundo de gachas se me está muriendo. Sin que nadie se percate, distraídos todos con las nuevas pantallas planas de LCD o de plasma, viviendo en bloques de pisos todos iguales, desordenándonos con ordenadores que pueden hacer maravillas, diciendo las sandeces de siempre mediante móviles de última generación, y dejándonos seducir en vano por diferentes artilugios tecnológicos cada vez más sofisticados.


Aquí no existen; allí apenas se encuentra un bar donde las hagan y las sirvan de tapa a los habituales mientras se toman el chato de tinto de la tierra. Casi no quedan abuelas que las pongan a la mesa, para evitar que los nietos, que suelen pedir pizza, se les subleven cuando se quedan a comer y sus hijas las traten de antiguas.
Mi madre hace tiempo que no las prepara habitualmente: además de pesadas de preparar, en casa padecen algo de tensión alta, un poco de colesterol y todos esos males que aquejan a los que sobreviven gracias al estado del bienestar, la ciencia médica y la industria farmacéutica. Y a los nietos, como decía, lo que les va son las hamburguesas y la pasta. 
Formo parte, pues, de una generación extraña e intermedia, afanosa por descubrir nuevas aplicaciones para el iMac, de aprender de sus hijos cómo se programa la tele con el nuevo mando a distancia y, al tiempo, aferrada a recuerdos, a árboles que finiquitaron plagas, a paisajes que han dejado de existir, y a las gachas. Curioso sino el nuestro. O extraño sino, al menos, el mío.
Tan extraño como esos dos ingredientes básicos que prueban que es un plato en peligro de extinción: la harina de almorta (Lathyrus sativus), que es la base del plato, y la alcaravea (Carum carvi), una especie que le confiere un sabor especial. 
Y una indicación final: es un plato calórico, grasiento y, desde una perspectiva dietética, creo que mortal de necesidad si se abusa de él. Sólo es aconsejable, pues, para estómagos curtidos y con la prudencia de ser consumido en familia o con íntimos, dadas las características curativas que este tipo de calor humano proporciona al organismo. Y una última indicación: para que sienten bien, lo que se dice bien, en casa ha de estar una estufa encendida, a ser posible de leña; y fuera ha de hacer frío, preferiblemente el que mi madre llama “un frío negro”; y si además llueve o nieva, mejor que mejor.
La receta que doy a continuación es una versión combinada de la de mi madre y la de un hermano (el segundo de la Juanita). Para que conste.
Ingredientes:
Harina de almorta (una cucharada sopera por comensal)
Alcaravea, pimentón dulce, comino y clavo (sin medidas; hay que ir probando hasta dar con la receta ideal de cada cual)
Torreznos de tocino (en abundancia)
Ajos (también en abundancia)
Aceite de oliva (mucho)
Agua, sal y pan.
Hay quien le añade también chorizo, hígado de cerdo o, si en otoño se dieron bien los níscalos y se guardaron en botes con su aceite, estos encantadores hongos de pinar. En caso de añadir hígado, antes hay que cocerlo y luego picarlo muy fino.
Preparación:
Si se puede, en cocina de leña. Se toma una sartén adecuada. Se calienta un buen chorro de aceite y se fríen los torreznos, dejando la grasa junto al aceite. Se retiran y guardan.
Se sofríen a continuación en esa mezcla explosiva los abundantes ajos cortados en láminas. Cuando empiecen a estar ligeramente dorados se añade una cucharadita de pimentón dulce y se sigue sofriendo todo.
Se baja entonces el fuego y se añade la harina de almorta, que se va friendo lentamente y sin dejar de remover hasta que adquiera un color tostado. Es entonces cuando se añade el agua y la sal al gusto. Si se desea añadir hígado, cocido y picado previamente, ahora es el momento.
El truco para que salgan bien consiste en darles continuamente vueltas para que no se peguen ni aparezcan grumos, con una cuchara de madera y teniendo la sartén bien sujeta por el mango, de ahí la célebre frase.
Cuando rompen a hervir se les añade la alcaravea, el comino y el clavo al gusto y se sigue removiendo. Si se quedan secas se añade un poco de agua. Han de quedar como un puré espeso.
El tiempo de cocción lo marcan el aceite y la grasa. Ha de ir subiendo hasta aflorar en la superficie. Sólo entonces las gachas conseguirán tener el sabor suave característico.
Entonces se le añaden los torreznos de tocino, si se ha puesto algo de chorizo, o los níscalos, y se deja cocer un poco más, sin dejar de remover.
Forma de servirlas: 
Los platos, sobran. Se toman directamente de la sartén, de forma que la sensación grupal aumenta al tiempo que se mantiene mejor el calor de la comida. Podríamos departir ahora sobre el impacto del exceso de higiene en el crecimiento de las alergias y otras reacciones exageradas, pero no es el lugar. Se comen así por tradición. Y si vamos a empezar a ponernos finos, mejor nos vamos al restaurante de abajo. 
Si todavía tonteamos con la finura, podemos comerlas con cuchara, pero lo auténtico es usar las rebanadas de pan tostado –o frito, si hay lo que tiene que haber– que utilizaremos para mojar. Como colofón, y con pan blando, se abarre la sartén hasta dejarla como una patena. Es un final cariñoso y, al que le toque fregar, nos lo agradecerá.
Una aclaración final, innecesaria, pero que me apetece hacer: Habrá un momento en que publicar recetas como esta será considerado, por lo menos, peligroso, y en el peor de los casos, delictivo. Vegetarianos radicales, ecologistas fundamentalistas, dietistas y aficionados a las teorías de la conspiración, por poner algunos ejemplos de la nueva y poliédrica Inquisición, serán los actores del ministerio fiscal. Nos acusarán de violar los derechos de los animales, de propiciar el calentamiento global o, directamente, de atentar contra la salud. Algunos conspiracionistas afirmarán que formamos parte de una sutil propaganda para eliminar pensionistas en un medio económico depauperado; y otros, en el sentido contrario, de ser un nuevo recurso de la industria farmacéutica para mejorar dividendos a costa del déficit público. Etc.
Consciente de todas estas malas interpretaciones posibles –y que conste que no soy un paranoico– declaro que mi interés en estos momentos es simplemente de trabajo etnográfico y cura de añoranzas personales. Así que he aprovechado para publicitar la receta, antes de que nos invada aún más el Gran Hermano. Y si alguien se toma en broma lo anterior, lo celebro, pero que se lo plantee... o que espere unos años. A ser posible, echándose unas gachas entre pecho y espalda cada invierno.

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