sábado, 20 de marzo de 2010

DE CIFESA A LA CREMÀ



    Per a ofrenar noves glòries a Espanya,
                  tots a una veu, germans vingau.  
                  ¡Ja en el taller i en el camp remoregen,
                  càntics d'amor, himnes de pau!.
                  Para ofrendar nuevas glorias a España
                  todos a una voz, hermanos venid.
                  ¡Ya en el taller y en el campo resuenan
                  cantos de amor, himnos de paz!

Los himnos suelen tener un cierto poder evocador y a mí, aunque no sean muchos, me emocionan algunos. De entre ellos destacaría en particular el de Valencia, que tiene en su favor tres cosas: 1) una letra que comienza con llamadas a “cantos de amor” e “himnos de paz”; 2) un ritmo pausado de desfile, con partes que son casi bailables; y 3) una historia de mi tío Rodolfo.
Este tío lejano y cercano, con quien compartí tiempos y espacios en Valencia, fue, creo recordar, cabo de transmisiones en el Ejército Popular durante la Guerra Civil. Pasó tres años entre trincheras, disparos, bombardeos, miseria, piojos, dramas, pausas para intercambios de tabaco por papel de fumar, cartas que iban y venían, triunfos y derrotas.
Cuando acabó la guerra, tras la debacle, cayó prisionero y fue a parar a un campo de concentración. No tenía delitos de sangre, ni filiaciones políticas conocidas, ni denuncias de vecinos envidiosos, así que, tras un tiempo, los vencedores decidieron que podía reintegrarse a la vida civil... pasando previamente por el Servicio Militar, con el fin exclusivo de reeducarlo convenientemente, ya que tres años de guerra suponían suficiente  entrenamiento en el manejo de material bélico diverso.
Llevaba, pues, varios años fuera de su casa, rodeado de penuria y tristeza, de hambres, de tragedias y muerte, de rupturas con todo aquello que hubiera significado un soplo de vida: de su familia, novia y amigos, de las novelas de Blasco Ibáñez, de los paisajes luminosos que pintara Sorolla, de la plaza de toros y del grupo de claca del teatro. Y un fin de semana, por primera vez en un tiempo que parecía infinito, le permitieron salir, durante unas cortas horas, del cuartel. Y se fue al cine.

Se apagaron las luces, dio comienzo la película y, lo primero que apareció ante él fue el logotipo de la distribuidora, CIFESA. En blanco sobre fondo negro, la torre del Miguelete (el Miquelet) y, de música de fondo, las primeras notas del Himno a Valencia
Y entonces, me contaba, se le rompió como un dique de muy adentro y salió toda el agua, y toda la mierda. Lloró y lloró. Hasta que se encendieron de nuevo las luces y hubo de abandonar, avergonzado por su aspecto, la sala. 
Me decía, cada vez que me lo contaba –y lo hacía cada vez que escuchábamos aquel himno–, que no sabía qué película había visto, porque no había visto aquella película. Había visto otra: la de su vida en los últimos años; y lo que lo había vencido, por primera vez de una forma tan definitiva, había sido la añoranza de todo lo que había dejado atrás.
Desde entonces, cada vez que oía el himno A Valencia, no podía evitar tararearlo en voz baja y los ojos se le llenaban de lágrimas. 
Yo ya lo conocí de mayor; fue el que me acompañó por primera vez a ver las fallas y me guió por las de Convento de Jerusalén, Na Jordana o Mercado. Con él fui a la primera cremà final a la entonces plaza del Caudillo, y allí cuando sonó el himno de Valencia, cantó y lloró también.

Después de tres años bajo aquella luz mediterránea, no volví a ver una cremà hasta que empecé a salir con la que hoy es mi mujer. Y desde entonces hasta ayer, en que volví a la ciudad un 19 de marzo con la familia y una amiga.
Hice, en conjunto y en el buen sentido de la palabra, de turista. Alguna que otra vez, de cicerone. Fuimos de falla en falla hasta llegar a la de Convento de Jerusalén, que siempre tiene detalles que roban mi corazón; nos hartamos de oír petardos, seguimos las riadas de gente, nos atrancamos y hubimos de volver sobre nuestros pasos en alguna ocasión, vimos quemar la infantil de la Plaza de la Reina, luego la de San Vicente y después la de Convento. Finalmente, nos dirigimos a la Plaza del Ayuntamiento. Fuegos artificiales, muchísima gente, demasiados gritos de otros turistas que entendían bien poco. Yo, entre los agobios, aproveché para recordar un rato a mi tío Rodolfo, a la tieta Angustias, a Concha, Toni y Conchín, y a Amparo. Algunos ya no están entre nosotros. 
Lamenté que, en medio del barullo, me fuera imposible escuchar el himno a Valencia. Me hubiera gustado cantar las primera estrofas, las únicas que todavía recuerdo, en su memoria. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario