domingo, 5 de diciembre de 2010

LA OPCIÓN C


Los tiempos cambian, los niños crecen y los mayores envejecemos. Los años no pasan en balde, las tecnologías no cambian en vano. En casa, por ejemplo, he pasado de ser el hombre que lo sabía casi todo al tipo que tiene que recurrir al badanas de su hijo mayor cada vez que se le cuelga el reuter, le falla el mando de la tele, no le arranca el ordenador o se enreda en cualquier complicación estúpida con cualquiera de los variados artilugios electrónicos que pueblan el universo hogareño... y que parecen confabularse contra uno cada vez que aprieta un botón.
Así que no es cosa de desaprovechar las oportunidades —reales o imaginadas— de hacer de nuevo un rato de padre, de ser el que todavía sabe alguna cosa, aunque sea de letras.
La falacia de los planteamientos dualistas
Nos han engañado durante toda la vida. Nos han mentido haciéndonos creer que sólo existen dos opciones y, como mucho, opciones intermedias entre ambos extremos. 
Lo positivo y lo negativo, la noche y el día, el calor y el frío, lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, las derechas y las izquierdas... Estamos encerrados, sin saberlo, en un universo dual donde, o estás del lado de acá, o del de allá; o conmigo, o contra mí. Y en el que, idealmente, ha de triunfar la Moderación: esa suerte de equilibrio siempre tan defendida e incomprendida en su auténtico significado, colocada en un hipotético Centro, magnificada en su función de políticamente correcta: el gris y lo templado como fundamentos de lo educado y lo cortés.
A poco que pensemos, sin embargo, nos damos cuenta de que las cosas no son, no pueden ser, así: además del blanco, el negro, y la infinita gama de grises intermedios, también andan por ahí el rojo, el azul, el amarillo, y sus no menos múltiples combinaciones. En el Toledo medieval no sólo se podía ser cristiano o musulmán, también cabía el ser judío; uno puede ser liberal y estar en contra tanto del fascismo como del comunismo. Expresado de otro modo: aunque algunos se empeñen en lo contrario, hay opciones fuera de la dualidad a la que intentan someternos desde la escuela a los medios de comunicación.
Viendo una serie en familia
The big-bang theory es una serie que solemos ver en familia. 
Cuenta las andanzas de un grupo de jóvenes, ingenieros y físicos, inteligentísimos para los libros pero poco menos que inútiles para la vida cotidiana y, junto a ellos, una joven llamada Penny, que trabaja de camarera, inculta, encantadora, práctica, ... y guapa. 
Uno de ellos, Leonard —en el póster a la derecha—, ha conseguido ligársela y comparte su vida con ella, de un lado, y con su compañero de piso, Sheldon —el de la izquierda—, por otro. Cabe señalar que el tal amigo es la persona más encantadoramente repelente que uno puede encontrarse. Luego hay otros dos protagonistas, pero ahora no vienen al caso.
En el capítulo del otro día, se celebraba el día de San Valentín. A Leonard lo habían invitado a ir a Suiza a ver algo así como un acelerador de partículas y le dijeron que podía llevar una persona invitada. El tío hace sus cálculos y se las promete felices invitando a Penny —recuérdese, es su chica y será San Valentín— ya que, aunque absolutamente ignorante de las implicaciones tecnológicas y científicas del evento, están enamorados, se desean, y esperan disfrutar juntos de otros aspectos de viaje como el esquí, la comida, el chocolate, la cama del hotel y todas esas cosas. Pero cuando, ingenuamente, comenta con sus amigos esa invitación y el tema del acompañante, su compañero de piso, Sheldon, da por supuesto que lo llevará a él, ya que es su amigo, un físico teórico prestigioso, y lleva años esperando una oportunidad como ésta.
Luego viene el enredo: Leonard le dice que llevará a Penny, Sheldon intenta boicotear el viaje convenciendo a Penny de que no vaya, y la historia tiene un final divertido, e incluso feliz, aunque no para Leonard, ni para Sheldon ni para Penny.
De cómo hacer de padre proponiendo preguntas
Mientras veo el capítulo, mi cabeza gira alrededor de ideas como la paradoja, el concepto de “opción alternativa” o la dictadura de las dualidades, así que, en cuanto acaba, me planteo tener con mi hijo un debate y le pregunto: Oye, ¿y tú cuál crees que habría sido la opción más correcta de Leonard? 
Él, por lo que deduzco, interpreta que le estoy preguntando si encuentra más ético invitar a Penny, que es su novia pero una inepta para entender el acelerador de partículas, o a Sheldon, un tío impertinente pero amigo y  compañero de piso, que logrará así completar uno de los sueños de su vida.
Finalmente me da su respuesta: “No lo sé; llevarse al amigo”, pero no lo afirma con rotundidad. Es como si quedara una sombra de duda en su decisión.
Entonces le explico algunas ideas sobre las limitaciones de las opciones duales: verás —le digo—, hay veces en que, cuando nos dan aparentemente dos alternativas, y ambas son desagradables de tomar, el método más eficaz para solucionar el problema es buscar una tercera, a la que llamaremos opción C
Y sigo: Hay ocasiones en la vida en que te encuentras con un dilema con dos posibles opciones, ambas desagradables: una de ellas, la que crees que deberías elegir, no te satisface; la otra, aquella por la que realmente deseas optar, no te parece la apropiada. Es la base de la paradoja: hagas lo que hagas, te equivocarás. Elijas la que elijas, tarde o temprano sentirás una terrible frustración porque pensarás que lo has hecho fatal.
Entonces, una forma creativa de enfrentar el dilema es buscar una opción alternativa, romper con la imposición de que se ha de elegir o A o B. Se escoge C, que es la propuesta que, en principio, ni aparece como opción.
Y tú, ¿qué crees, entonces, que debería haber hecho?
Y le contesto: Lo que yo llamo opción C no es sólo una opción, sino un variado y diverso grupo de opciones que sólo tienen en común no ser ni A ni B. Por ejemplo, una de ellas hubiera sido prever lo que iba a suceder y, en consecuencia, callarse como un puta, llevarse a Penny sin avisar, pasárselo de órdago en Suiza con ella y luego, a la vuelta, contarles alegremente a la pandilla la aventura. Por supuesto, tendría que enfrentarse a las consecuencias de la manera más elegante posible, pero sin que nadie pudiera ya quitarle lo bailado.
¿Y así soluciona el problema? me pregunta.
Sí y no, le contesto; o mejor dicho, no y sí. No, porque, en principio, seguirá sintiéndose culpable de no haber llevado a su amigo; sí, porque, si ha sido capaz de visualizar esta solución significa que no está preso de la dualidad y, por tanto, ciertos componentes del sentido de culpa han desparecido previamente. Lo cual es un éxito.
Al final sonreímos los dos.
Entre tanto, y mientras estoy exponiendo la respuesta verbalmente, mi cerebro trabaja en la trastienda. Me voy dando cuenta de que acabo de sacar a colación nada menos que la función del sentido de culpa en el mantenimiento del orden establecido. Así que agradezco que la cosa se quede ahí y que no tenga mucho interés en que profundicemos en el tema. 
Llegado aquí me doy cuenta de que he abierto un melón que se me puede indigestar. Es difícil ser padre. Pero, sin darme cuenta, he encontrado una solución —¿una nueva opción C?— a otro aspecto de mi vida: a partir de ahora seguirá pareciéndome complicado arreglar un ordenador, volver a conectar el reuter o manejar de forma eficiente un mando a distancia. Pero me quedaré más tranquilo. Sé que, comparado con ser un padre medianamente aceptable, entender la lógica de todos esos artilugios no pasa de ser un juego de niños. 

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