miércoles, 3 de noviembre de 2010

ORDESA, 2. RECETARIO: JUDÍAS IRRESPONSABLES


Por fin volvimos a Ordesa en otoño.
Hacía ya casi veinte años que no regresábamos por estas fechas a aquellos paisajes. La última vez fue, lo recuerdo, para Todos los Santos, y la gama de colores que va del amarillo al anaranjado estaba en pleno apogeo. 
Esta vez, con quince días de antelación, el otoño aún no se había enseñoreado del paisaje, pero los valles de Ordesa y de Bujaruelo estaban exultantes. Llovió, pero no nos importó demasiado. Íbamos sin prisa, a pasear, sin metas que conseguir y sin necesidad de competir con nadie, ni siquiera con nosotros mismos. Nos deteníamos a observar la innumerable variedad de setas junto a los caminos o en los troncos, a localizar un pájaro que cantaba entre las ramas, a fotografiar bayas rojas, hojas de roble o una amanita muscaria solitaria. A perdernos por algún pueblo apartado con curiosas chimeneas.

En el fondo de un hayedo, y por sorpresa, nos topamos con unos cuantos níscalos. Y completé una de esas recetas a la que dado en llamar “judías irresponsables”, ya que hace falta pasar un poco de todo para planteárselas, ejecutarlas y echárselas para dentro. Sobre todo para quien padezca uno de esos males tan sociales y populares como el colesterol, la tensión alta o similares.
La receta base
Unas buenas judías requieren, sobre todo, buenas judías. Podría decirse que esto es una perogrullada, pero no todo es tan obvio como parece. Ahora son todas de cocción rápida y ya no hace falta dejarlas al menos doce horas en remojo ni necesitan tres horas de fuego lento para estar a punto; más comodidad, sí, pero echo en falta el sabor y la textura de las de antes. Esta vez lo hice mal, lo reconozco. Las judías no eran las que debieran. Tengo una excusa: hace tiempo que no las encuentro en ningún sitio.
La forma de elaborarlas es de lo más común: se sofríe cebolla al gusto y un par de dientes de ajos, todo muy picado; cuando está a punto se le añade una pizca de pimentón dulce y, una vez que todo ha cogido color, un par de cucharadas de harina para espesar el caldo. Luego se añaden el agua, poco a poco, para diluir la mezcla previa; las judías que han estado ya en remojo; un par o tres de hojas de laurel y una cabeza de ajos cruda y entera, a la que se le ha quitado simplemente la capa exterior.
Cuando echa a hervir, se le añade sal al gusto y si se desea alguna hierba como tomillo, pero que apenas se note.
Entre tanto, aparte, se fríen ligeramente unos chorizos para que suelten un poco la grasa y, en otra olla, se hierve durante un buen rato el forro de cabeza de cerdo para que suelte las impurezas.
Después se añade el cerdo a la cazuela y a esperar que todo se fecunde.
Estas judías están mejor una vez asentadas, así que las guardé para llevárnoslas y comerlas una tarde, a la vuelta de la excursión.
Otra comida que, en principio, era otra comida
Mi mujer, por su parte, había preparado también en casa un conejo en salsa. No sé cómo lo hizo, pero estaba magnífico. Nos lo comimos alegremente pero, moderados como somos, dejamos un plato de salsa sin acabar.
(No, no fuimos a Ordesa a comer, fuimos a pasear por los bosques, pero no sólo de bellos paisajes vive el hombre)
La combinación final, que no fatal
Tenía, de un lado, un plato de judías que había sobrado; de otro, el resto de la salsa del conejo; unos cuantos níscalos de la tarde anterior, y un hambre atroz después de recorrer el valle de Bujaruelo. La cosa estaba cantada. 
Puse a calentar las judías, les añadí la salsa de conejo y, cuando estaban casi a punto, los níscalos fritos. Vuelta y vuelta y... ¡voilá! la receta en su sitio. 
Lo reconozco, fui un poco irresponsable: me puse como el Tenazas. 
Se hacía de noche. Fuera llovía. Pensé: los demás que piensen lo que quieran: la vida es esto.

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