sábado, 16 de octubre de 2010

ORDESA, 1. DEL MITO DEL BANDIDO GENEROSO


La cebolla es escarcha 
cerrada y pobre. 
Escarcha de tus días 
y de mis noches. 
Hambre y cebolla, 
hielo negro y escarcha 
grande y redonda. 
En la cuna del hambre 
mi niño estaba. 
Con sangre de cebolla 
se amamantaba. 
Pero tu sangre, 
escarchada de azúcar, 
cebolla y hambre. 

Miguel Hernández. Fragmentos de “Nanas de la cebolla”
(dedicado a su segundo hijo, en 1939)
1. Abizanda
Subiendo hacia Ordesa, poco después del pasar el embalse del Grado y antes de llegar a Ainsa, se encuentra Abizanda, un pequeño pueblo que sorprende por la silueta doble de una torre defensiva al lado de la de la iglesia. La torre, cuentan las crónicas, la construyeron maestros lombardos en el siglo XI, para formar parte de un sistema defensivo desarrollado por Sancho el Mayor de Navarra.
El pueblo es pequeño y cuidado. Unos campesinos, a pesar de la fiesta, trabajan en una máquina que pela almendras. Unos niños los miran. De fuera no somos más de ocho personas. Mientras subimos hacia la torre, encuentro un cartel que anuncia un artesano del cuero llamado Pernales. Y ese simple nombre hace que me invadan viejos recuerdos olvidados. Está cerrado, así que me quedo sin saber si tiene algo que ver con mi pasado. 

2. Del resentimiento de los pobres
Los pobres de antes eran realmente pobres. Sobre todo los jornaleros, los campesinos sin tierra a los que cantó Miguel Hernández. En Aragón, las Castillas o Andalucía sufrían hambrunas periódicas, privaciones, calor y frío extremos, y miserias constantes. Oprimidos por los señoritos, ninguneados por los que eran sólo un poco menos pobres que ellos, despreciados por muchos, olvidados por una Iglesia que sólo predicaba la sumisión, y perseguidos cuando intentaban reclamar derechos o exigir justicia, su vida era una simple lucha por la supervivencia y el sentimiento más arraigado en ellos debió de ser, en muchas ocasiones, el resentimiento.
No el odio, sino el resentimiento. 
El odio es un sentimiento noble, casi de igual a igual, tantas veces cercano al amor. El resentimiento no: es la respuesta sentimental frente a la humillación y el desprecio, disimulados a veces con amables palabras. El odio puede llegar a estar, aunque no siempre lo esté, cerca de la grandeza; el resentimiento es pariente cercano de la mezquindad. 
Por lo que puedo recordar de algunas historias de vida oídas, hubo mucho resentimiento entre aquellos jornaleros que generó, en contadas ocasiones, poemas maravillosos y, más a menudo, deseos de venganza y revanchismo según unos, o de simple justicia según otros. 
Escuchando cómo vivían y morían no es difícil entender las revueltas anarquistas de principios del siglo XX o los desmanes de los primeros tiempos de la Guerra Civil. Absurdos e irracionales muchos de ellos, injustificados y contraproducentes otros tantos; pero necesarios a veces para vivir algo que pudiera confundirse, siquiera de lejos, con la equidad o con la dignidad.
3. El mito del bandido generoso
En ese contexto florecen los últimos ejemplos heroicos del mito del bandido generoso. El que quita a los ricos para dar a los pobres. El hombre que, cansado de aguantar, se libera de sus cadenas y decide imponer su propia ley; una ley terrible y con frecuencia asesina, pero más cercana a su idea de justicia y, sobre todo, representativa del deseo de venganza de sus viejos iguales, de esos que continúan sufriendo vejaciones, incapaces de levantarse, como él o con él, contra cualquier tipo de yugo.
No importa que sea un desalmado o un asesino, si colma los deseos de revancha de los oprimidos; no cuenta cuánto robe, siempre que sea a un rico y que reparta algo; se justifican los crímenes que cometa, siempre que los ejecutados sean “los otros”: los caciques que violan leyes y mujeres de los demás sin miedo a una justicia que controlan; los burgueses que explotan, y sus esposas preocupadas por la moda y los protocolos e incapaces de entender las necesidades de esas otras mujeres que sufren la miseria de sus hijos; esos curas cebados con diezmos y primicias arrancados de unos jornales que no llegan para malvivir. No importan si algunos de esos “otros” son buenos e incluso mejores que ellos. El resentimiento no suele hacer concesiones, ni admite salvedades, ni tiene miramientos.
Al bandolero se le protege, se le oculta, se le atiende cuando está herido, se le alimenta aún a costa de privaciones cuando lo necesita. O, simplemente, se le teme. 
Y cuando el bandido reparte algo, eso sabe a gloria. Cuando los pudientes, aterrorizados, lo maldicen, ellos lo ensalzan;  si la Guardia Civil o los militares fracasan en sus intentos de apresarlo, lo celebran. Los unos lo detestan; los otros componen canciones, tejen relatos, organizan mitos, construyen leyendas populares.
Yo, en casa de mi tío, en medio de caudalosos ríos de resentimiento, navegué más de una vez en esas balsas toscas y eficientes trenzadas de historias de bandidos generosos. Junto a anécdotas de una infancia maldita, una guerra terrible y una postguerra en cárceles franquistas, oí también fragmentos de las hazañas de Diego Corrientes o José María el Tempranillo. Y de otro, al parecer, más cercano; tanto que en alguna ocasión presentí que ese tío mío había viajado al pasado y lo había conocido personalmente: el Pernales.

5. Una anécdota sobre el Pernales
Las leyendas, las auténticas, no nacen de grandes gestas: se fraguan a partir de pequeños detalles. De las muchas historias que corrían sobre el Pernales a mí me contó mi tío sólo una, eso sí, una y otra vez. La transcribo:
Junto a una fuente hay un hombre sentado, comiendo. Tiene en la mano izquierda el pan y un trozo de chorizo; en la derecha, la navaja albaceteña con que corta parsimoniosamente trozos de uno y otro para ponerlos, ayudado por la hoja brillante, en su boca. Al lado descansa la bota de vino, más allá la chaqueta, la manta y, oculto bajo ellas, un bulto alargado.
De la espesura sale un embozado. Le apunta con una escopeta. Lo amenaza con quitarle la vida si no le da todo lo que lleva encima. Y, como para dar más peso a su exigencia, se identifica como el Pernales. 
El hombre de la fuente deja de comer, se levanta, se acerca a su chaqueta, toma una bolsa de dinero y se la entrega. Luego le mira a los ojos y le dice con mucha seriedad: toma lo que llevo y no me mates, pero no vuelvas a tomar nunca ese nombre. Y, ante la mirada sorprendida e inquisidora del asaltante le dice: Es el mío, y su uso sin mi permiso no se lo consiento ni a mi padre. 
El embozado tiene la escopeta en la mano, por llevar su cadáver sabe que obtendría una buena recompensa y la fama, pero es tal el respeto y el miedo que causa el Pernales entre los campesinos que se quita el embozo, arroja el arma, se arrodilla y le pide perdón y clemencia.
Le explica que es un pobre hombre, que su familia tiene hambre, que uno de sus hijos está enfermo y que tirarse al monte haciéndose pasar por él es la única solución que se le ha ocurrido para salir, aunque sólo sea momentáneamente, de su miseria.
El Pernales comparte con él la comida que lleva, le da su dinero y le desea suerte y que sane su hijo: sólo le exige que no vuelva a usar su nombre. Luego se levanta, recoge su chaqueta, su manta, y la carabina que tenía debajo y que hubiera podido utilizar cuando ha tomado la bolsa con las monedas, monta en su caballo y sigue su camino.
Así me lo contó mi tío en más de una ocasión. Con admiración y el espíritu en paz, como si se borraran en ese momento todas las injusticias padecidas. Y eso que nunca llegó a leer a Miguel Hernández, ni a conocer la verdadera historia de Francisco Ríos González, que así se llamó el salteador.
Así fue que me invadieron esos recuerdos el otro día, simplemente tras leer ese nombre en un letrero, en Abizanda. 

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