viernes, 19 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 2. Lecturas de poesía


Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
José Mª Gabriel y Galán. El ama
No querría dar falsas impresiones. A pesar de la sobriedad expresiva de sus cartas —que alguno tildaría de sequedad—, incluida aquella en que me comunicaba la muerte de la abuela, padre siempre ha tenido alma de auténtico poeta. 
En algún sitio de casa casa debe existir, todavía, un cuaderno manuscrito en el que se tomó la molestia de copiar poemas que le gustaban, a lo largo de años. De niños, a veces nos recitaba algunos, ayudado de ese cuaderno, aunque casi nunca le fallaba la memoria. 
Tal y como yo lo recuerdo, dos eran los que más frecuentaba: uno, El ama, de Gabriel y Galán donde se describe una de las muertes —ficticia— que más le emocionaba, la de la esposa y ama de la casa. El último verso era precisamente ese al que hacía referencia cuando hablaba de mi educación: «¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!».
El otro, también del mismo autor, se titulaba La pedrada y describía la historia de un niño que, viendo en uno de los pasos de la Semana Santa cómo un malvado azota al Cristo camino del Calvario, no puede contenerse, toma una piedra y le tumba con ella la cabeza. 
Padre, en su papel de rapsoda, era realmente genial recitándolo; al principio, sereno, descriptivo: 
Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...
Luego iba subiendo el sentimiento y el tono en un crescendo imparable hasta el momento álgido, en el que ponía toda su pasión acompañada por miradas de ira y gestos airados disparando, él también, una piedra imaginaria:
se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin hacer ningún motivo!»
Nunca se lo dije a nadie, pero a veces eché de menos, en la Semana Santa, un paso en el que, al lado de un Cristo en una de sus caídas con la cruz a cuestas, hubiera un niño con el brazo extendido y una piedra en la mano mirando al esbirro que lo sigue con el látigo a punto de golpearlo. Y me hubiera gustado ir cada año a ver esa procesión, todos juntos, mientras recordábamos el poema de Gabriel y Galán.

2 comentarios:

  1. Yo la que más recuerdo, era una de muchos personajes y un perro. chesdesvinto creo que era el señor del castillo.

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  2. Creo recordar que esa era en plan comedia, que no drama. Creo recordar que comenzaba así: A siete leguas de Pinto y a cuatro de no se dónde… Espera, acabo de repasar mi memoria. Voy a enredar en Internet.
    Ya está, he buscado el comienzo y JA! l he encontrado el poema que tú recuerdas. Sus primeros versos dicen así:

    A veinte leguas de Pinto
    y treinta de Marmolejo
    había un castillo viejo
    que edificó Chindasvinto.

    Perteneció a un gran señor
    algo feudal y algo bruto
    se llamaba Sisebuto
    Su esposa Leonor…. etc.

    ¿Era éste, Carlos?

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