domingo, 14 de abril de 2013

Cartas a mis hermanos. 1. La muerte.


La abuela Visita murió estando yo cumpliendo el servicio militar. Lo supe por una carta escueta de padre que me llegó algunos días más tarde. Sin ese sello rojo con la marca de “urgente” en el sobre. Dentro, únicamente la noticia ni siquiera fatídica, simplemente esperada. 
Luego, de vuelta a casa en un permiso, pocas aclaraciones más: era ya muy mayor, y había pasado mucho — hambre, guerra, miseria—. Que aguantó firme, siendo ella —lo cual no tenía por qué ser muy halagüeño— hasta casi el final. Así me dijeron que murió. 
Creo recordar que intenté recordar la última vez que la vi, pero no pude. La verdad, no me afectó demasiado. No pensé en cosas como: “debería haberle dicho...”, “si ahora pudiera volver a verla...” o sensiblerías similares. Ella no era así, y en mi relación con ella, yo tampoco. No había más vueltas que darle.
Su muerte formaba parte de una visión de la vida. De la de ambos.
En nuestra infancia —hablo ahora de la de Pablo y mía, por cuestiones de edad— la muerte era algo mucho más cotidiano. Me refiero a la Muerte real, no a las ahora tan prodigadas en películas catastrofistas y videojuegos. No frecuente, pero sí cotidiana. dejadme que recuerde algunas.
La primera fue la del abuelo Zacarías. Lo vi morir poco a poco, pero sin tener conciencia de que se me moría. Estaba allí, cansado, y luego se lo llevaron al hospital y ya no lo volví a ver. Sabía de él porque escuchaba atento a los mayores que pensaban que yo hacía otras cosas y estaba al tanto de los dolores, de los tajos siempre mal dados por médicos inútiles que intentaban no hacer demasiado daño y que lo acabaron matando. Murió de cangrena y de estupidez, y no sé qué pesó más. 
La historia que recuerdo es la siguiente: el buen hombre tenía costumbres comunes pero que hoy nos parecerían curiosas, como la de cortarse las uñas de los pies  con un cuchillo corto. Tenía su lógica: las uñas se habían endurecido y los elementos de manicura eran desconocidos en nuestro barrio. El cuchillo no debía de ser un ejemplo de limpieza, los pies tampoco, y un día se cortó. Debió infectarse, algo pasó, y después de curas y milagros hechas a saber cómo, el pie acabó cangrenándose.
Lo sé, suena absurdo, parece inventado, pero os doy mi palabra que es lo que recuerdo. Todo se complicó hasta que lo ingresaron en cualquier hospital y decidieron amputar. Y aquí el absurdo se complica porque, para salvar lo más posible, cortaron corto. La cangrena siguió extendiéndose. Volvieron a cortar intentando salvar la pierna. Y de nuevo se quedaron a medias. Finalmente, la podredumbre llegó a la ingle y ya no hubo más que esperar a que llegara el momento. Yo no supe del dolor entonces, porque no entendía lo que pasaba. Sentí que no lo volvería a ver, pero era un niño para el que cada día, a pesar de la pobreza que me rodeaba, la vida era un milagro nuevo y maravilloso con el que asombrarme. Y lo olvidé pronto, o al menos, no recuerdo haberlo recordado demasiado.
Otra muerte cercana fue la hija pequeña de una familia que vivía en el callejón de al lado de la casa de la abuela. Él era un hombre enorme y su mujer muy pequeñita y delgada; él un bonachón, ella una viborilla; por esto y otras cosas siempre me hacía gracia verlos juntos. Tenían dos hijas, una que jugaba con nosotros en la calle y otra más pequeña. Algo pasó, cualquier cosa, quizás nada importante, y la pequeña nos dejó. En aquella época, sin apenas acceso a la medicina, cualquier tontería con la salud podía sacarte del recuento diario. 
Cierro los ojos y aún escucho los lloros de todos, los pésames silenciosos de los hombres al hombre, los consuelos desgarrados de las mujeres a la mujer, la sensación general de injusticia divina, la tristeza. Y veo aún ahora el ataúd sencillo, pequeño y blanco, brillando a la luz del sol tras abandonar la oscuridad de la casa y del estrecho y miserable callejón. Y, a poco que me fije, puedo reconocerme, desde fuera, de pie, impávido, observando asombrado pasar la comitiva desde la puerta de la casa de la abuela.
La otra muerte cercana —lejanas hubo varias, pero no las recuerdo bien porque eran cosas del barrio de los adultos y yo vivía en el de los niños— fue la de Jesús, un oficial del taller de padre. Ya vivíamos en el 18 de Julio; creo que Ricardo ni siquiera había nacido. 
Era un muchacho joven y guapo, amable con la gente, cariñoso con nosotros. Padecía del corazón, decían. Conocíamos a toda su familia, eran vecinos de los Tiradores, amigos. Una tarde cálida yo estaba en el taller, haciendo algo mientras disfrutaba de la sombra, el aire que entraba por el balcón, el ruido mecánico de la Singer y el ronroneo de las conversaciones, y allí estaban también padre, madre y las Pilis. Y alguien bajó y entró directamente, porque la puerta de casa estaba siempre abierta, y dijo algo en voz baja, y todo se volvió patas arriba. Luego, por fin, lo supe: era Jesús, que se había echado la siesta y ya no se había despertado. Lo descubrió su madre, cuando fue a avisarle de que se le hacía tarde. 
Subí a su casa, en la parte alta del barrio, más arriba de la fuente de arriba. Estaba llena de gente calurosa y de fresca oscuridad. Me dijeron que era mejor que no entrara a verlo. Yo no sentía curiosidad, ni tristeza, ni angustia. Sólo quería verlo, sin preguntarme más, pero me hurtaron la experiencia. Quizás fuera una suerte: siempre he sido miedoso.
El tiempo fue pasando, y la muerte era la otra cara de la moneda. Y un día, estando en el CIR número 2 de Alcalá de Henares, después de la comida, el cabo furriel iba leyendo los destinatarios de las cartas recién llegadas y citó mi nombre. Era esa carta de padre en la que me comunicaba, como de pasada, que la abuela Visita había muerto.  Seguí mi vida. 
Así había sido educado: “Dios lo ha querido así, bendito sea”.

2 comentarios:

  1. De la muerte de Visita, recuerdo que era un día caluroso, pues mientras que los demás estaban en casa de la tia Carmen velando el cuerpo, el primo Juanito y yo, estabamos sentados por la noche, al fresco en el balcon del taller, como si nada hubiera pasado.

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