domingo, 4 de julio de 2010

EL SUEÑO DE LA RAZÓN...

              «La psicología es el estudio racional de la irracionalidad humana»
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                                              recuerda: el número 3964 es la clave
Un grabado de Francisco de Goya me robó el corazón desde el momento en que lo vi. Seguía un seminario sobre el autor y el profesor nos propuso analizar algunos de los grabados de la serie Los caprichos, publicados en 1799, unos años después de que comenzara su sordera y unos antes de la guerra de la Independencia que tanto y tan amargamente lo marcaría.
Lo descubrí cuando llegamos al número 43; su título era: “El sueño de la razón produce monstruos”.
El comentario, digamos académico, era más o menos el siguiente: cuando la razón descansa, cuando no se la escucha, el mundo se puebla de visiones, de sueños, que acaban generando monstruos. Una vez que se apaga la luz de la razón, llegan las tinieblas y los horrores.
Goya era un ilustrado, amigo de Moratín, Jovellanos y otros racionalistas. Los Autos de Fe de la Inquisición, las supersticiones populares, el control de la vida por parte de la Iglesia, el atraso económico de España, todo pesaba ya en Goya, que veía en la Razón la vía de superación de todos esos males. La guerra que vendría después, y que le hizo testigo de tantísimos horrores, no hizo sino acrecentar esa fe en el racionalismo como método de salir del marasmo en que se encontraba el país.
Un servidor, petulante como era, no pudo dejar de proponer otro significado. Según mi peculiar versión, el grabado podía significar también lo contrario: cuando elevamos la Razón a panacea, a solución de todos los males, estamos creando el sueño más peligroso, aquel que produce los monstruos más terribles.
La discusión fue corta, vencieron las huestes de la ortodoxia, y luego pasamos al siguiente grabado. Pero lecturas posteriores sobre temas tan distantes como la Revolución Francesa o los gulags soviéticos, me hicieron afirmarme en aquella interpretación que en su momento sonó a boutade.
A nivel más personal, diversas experiencia me han llevado después, en más de una ocasión, a recordar ambas teorías y a pensar: “¿ves? perdiste aquella tarde, pero tú tenías razón”.
Y es que en casa, los racionales somos los que solemos producir los monstruos más estúpidos.
Perspectivas de mi abuela
Mi abuela era, más que vieja, antigua. Cronológicamente su juventud coincidió con la dictadura de Primo de Rivera y su madurez con la Guerra Civil. Sufrió todo aquello, pero no vivió nada. Su tiempo mental era previo a la revolución industrial: estaba convencida, por ejemplo, de que los aviones eran cosa del demonio; se negaba a ir al cine por creer que había en ello algo de brujería, y una noche descubrimos que no sabía ver la televisión. 
Habíamos comprado el primer televisor, de aquellos en blanco y negro, y mi abuela vino algunas noches a verla a casa. Hacía pocos comentarios. Las pocas cosas que decía eran intrascendentes: “pues mira que guapa va esa muchacha”; “pues sí que tiene que estar eso lejos”, y cosas así. 
Hasta una noche en que nos sorprendió. Hacían un ciclo dedicado a una actriz, probablemente Rita Hayworth o Ava Gadner, no lo recuerdo bien. En la segunda de las películas, y pasado un rato, mi abuela empezó a murmurar: “pues vaya zorra”, “no le dará vergüenza”, “no, si ya verás”, y vuelta otra vez a lo de la zorra. Al principio nadie le dio importancia y todos hicimos como que no la oíamos; pero, al continuar ella con la letanía, alguien se atrevió a preguntarle por sus razones. Y ella contestó: “Vaya, no me digáis que no una zorra. La otra noche se casa con uno y ahora está dándose besos con otro”. 
Entonces supimos que no es que no entendiera la película: es que ni sabía qué era un ciclo de cine ni se enteraba de en qué mundo vivía.
Intentamos explicárselo, pero al final desistimos. Mi madre por respeto a su madre; mi padre por cansancio; los nietos porque con la algarabía que montábamos entre todos era difícil que entendiera algo. 
Hoy creo que intuí, aunque lejanamente, que explicarle el asunto no sólo era inútil, sino herético: contaminar aquella mente, y a aquella edad, era un atentado contra yo qué sé qué, independientemente de qué fuera ese no sé qué. Nosotros, a cambio de su sencillez, sólo éramos capaces de ofrecerle un pensamiento racional, el sueño del cual, como bien expresa el grabado de Goya, produce monstruos.
Mi madre, otra visión de la realidad
Paul Watlawick escribió un ensayo titulado ¿Es real la realidad? Me lo pasé muy bien mientras lo leía; me sonaban muchas cosas.
Mi madre tampoco sé en qué mundo vive. No lo he sabido nunca y no me atrevo ni a intentar entenderlo. Y menos a intentar cambiarlo. 
Siendo joven, en uno de mis regresos, dejé sobre la mesita del comedor el libro que estaba leyendo: era nada menos que Yo mismo y cómo hacer versos, del futurista ruso Vladimir Maiakowsky. El libro de marras, de lo más in, orientaba sobre dos circunstancias de mi vida de entonces: a) el grado de cretinez que yo padecía, y b) lo poco que tocaba teta. Pero leía lo que tocaba, eso sí.
Pues bien, cuando volví de la cocina, encontré a mi madre leyéndolo, me senté a su lado y no dije nada. Al rato me dijo: “no te lo lleves muy lejos”, y al otro día siguió con su lectura. Pasados unos días, cuando lo hubo acabado, me comentó: “A ver si traes más libros como éste, que me ha gustado”. Mi madre es una persona tirando a iletrada, de aquella generación en que las mujeres de clase baja o no iban a la escuela o salían con lo básico siendo todavía niñas, y no la había visto leer un libro en su puñetera vida. Cuando lo acabé, a mí no me pareció tan bueno, y eso que yo era mucho más estúpido y el sólo nombre de Maiakosvsky me alteraba. Quizás es que yo no lo entendí.
En otra ocasión me sorprendió ver en la mesita un fajo de fotonovelas. En aquella época las de amor causaban furor entre la población femenina. Pero una cosa es saber que algunas jóvenes las leían y otra muy distinta ver a mi madre enfrascada en ese quehacer. Pero en fin, no intenté entenderlo: simplemente lo asumí y ya está. 
Por la noche ella se sentó en el sofá y, mientras los demás seguíamos alguna memez en la tele, empezó a leer uno de aquellos bodrios. A mí ya me extrañaba tanta normalidad, pero me duró poco: observé que no leía de adelante para atrás sino al revés, empezando por el final y yendo hacia el principio, como si fuera un manga japonés en versión serrana. Le pregunté el porqué y me respondió: “Porque no tengo ganas de estar sufriendo para saber cómo acaba”. 
Años más tarde, en Borges, encontré una idea similar: defendía la tesis de lo interesante que sería escribir una novela al revés, esto es, en vez de exponer unos sucesos de partida e ir desarrollando la trama, empezar por el final, e ir construyendo las posibles causas que habían llevado hasta ese desenlace. Pero mi madre no había leído a Borges... al menos que yo supiera.
Ahora hay diálogos extraños con ella como protagonista algunas tardes. Mi madre se sienta a ver el culebrón televisivo que toque y mi padre, por hacerle compañía —y por dormir un rato— se aposenta a su lado. Mi madre comenta, sin dirigirse a nadie: “Pero mira que llega a ser mala esta mujer. Es que es para matarla ¿eh?”. Mi padre  —la voz de la razón— contesta: “Pero mujer, no es ni buena ni mala: es simplemente que le han dado ese papel”. Y mi madre, como si no lo hubiera oído, aunque sí que lo ha oído: “Lo que tú digas, pero ¿tú sabes lo que le hizo a la pobre Francisca Lupita? y mira ahora, a ver, dime si no es que es mala, pero mala de verdad; vaya, yo es que me la encuentro...”. Y mi padre, que cuando se trata de mi madre es menos racional de lo que parece, entra al trapo y sigue insistiendo en lo del papel e intentando explicarle la mecánica del guión. Y mi madre, a su bola: “Y si no cómo trataba a su pobre marido, que en paz descanse”. 
Yo los oigo y me río. Soy más como mi padre, pero secretamente le doy la razón a mi madre. Voy aprendiendo a aceptar los diferentes caos. Yo vivo a veces en uno, ella en otro. De vez en cuando se rozan.
Un día le enseñaré el grabado de Goya y le preguntaré que qué le parece. Pero esperaré un tiempo, que aún he de madurar. Hay respuestas que aún no estoy preparado para asumir; quiero seguir durmiendo, y no puedo olvidar que el sueño de la razón produce monstruos.
P.S. 
Mientras repasaba lo escrito me llega un e-mail de un amigo. Científico él, trabaja de médico. El texto es el siguiente: 
¿Quién ganará la Copa del Mundo 2010?
Brasil ganó la Copa del Mundo en 1994. Antes de eso, su última conquista del título fue en 1970. Si se suman, 1970 + 1994 = 3964.
Argentina ganó la Copa del Mundo en 1986, antes, en 1978. Sumamos,
1978 + 1986 = 3964.
Alemania ganó la Copa en 1990, antes de eso, fue en 1974. O sea,
1990 + 1974 = 3964.
Brasil ganó la Copa del Mundo 2002 y también la ganó en 1962. Comprobamos: 1962 + 2002 = 3964.
Siguiendo esta lógica, el ganador de la Copa del Mundo de 2010 será el mismo que en...
1954. Añadimos: 1954 + 2010 = 3964.
Y la Copa del Mundo en 1954 fue ganada por Alemania ...

He comprobado los datos; son correctos. A mí el fútbol ni me va ni me viene, pero esta vez voy a estar atento. Y como gane Alemania no voy a saber ya qué pensar. Racionalmente, se entiende.

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