domingo, 8 de diciembre de 2019

11. De lo que aconteció cuando sonó de nuevo la zanfona

Ese día amaneció nublado, pero sin una gota de lluvia; desapacible, pero sin una pizca de viento; impregnado de nadie sabía qué, pero sin que hubiera nada especial a lo que culpar por esa negra sensación que dominaba todo. 
La cabalgata nupcial parecía más un sepelio que una celebración; Lorien, apenas recobrada de una noche febril, iba sentada en su carroza sujeta por el ama para no caer desvanecida, con la cara pálida y la mirada ausente. El novio cabalgaba, orgulloso y altanero, un brioso corcel, pero todos se dieron cuenta de cómo miraba hacia un lado y hacia otro con demasiada insistencia. La gente en las calles y en las plazas aplaudía y daba vivas a la comitiva, pero sin fuerza ni alegría, destrozados por las noches de insomnio, los días de frío y lluvia y los enfados constantes por las cosas desaparecidas, las comidas echadas a perder, los niños asustados y todos los animales domésticos extremadamente nerviosos. 
Cuando llegaron a las escaleras del Ayuntamiento, y antes de que pudieran pisar el primer escalón, un extraño silencio se adueñó de la plaza: por la calleja de los sastres se dirigía tranquilamente hacia la gente Tahar, la zanfona en bandolera, con su mano izquierda acariciando las teclas y la derecha aferrada a la manivela que había de comenzar a girar si no se avenían a cumplir la palabra dada. 

Se paró a espaldas de los novios, tras sus familias y los prohombres que las acompañaban y así habló: 
—Vengo a reclamar aquello que es mío, anunció con calma, quizás con demasiada calma, pensó más de uno.
Todos se giraron, todos quedaron en un expectante silencio. 
—Ballestero, ¡mátalo!, fueron las dos únicas palabras que se oyeron  pronunciadas por el padre de Lorien.
Parecía que el silencio no pudiera ser aún mayor, pero así fue. Si estuvieran en plena primavera y una mariposa hubiera volado por la plaza es seguro que casi todos, hasta los que observaban los acontecimientos varias calles más allá, hubieran oído su vuelo. 
El ballestero apoyó la cabeza de su ballesta en el suelo, tensó la cuerda, colocó el virote, la apoyó sobre su hombro, apuntó y, cuando se disponía a disparar al corazón del luthier, un cuervo más negro que la noche lanzó graznido pavoroso, cayó en picado sobre él, se aferró a su rostro y lo dejó gritar hasta romperse sobre el empedrado de la plaza. 
Primero fue ese golpe seco, mezcla de huesos y metal, ya que vestía cota de malla, lo que atronó en aquella plaza; después, de todas las casas de todas las calles comenzaron a salir ruidos irreverentes, diversos y terribles: botellas de cristal y jarras de barro o cerámica que se hacían trizas, mesas y sillas que se arrastraban, objetos de metal y de madera que caían y rodaban por los suelos: eran los gnomos que empujaban, rompían y movían todo lo que encontraban a su paso. 
Y entonces vino lo más terrible, cuando Tahar comenzó a tocar aquella zanfona. La melodía era agradable —al menos tras sus primeras notas, que son las que pudieron oír los allí presentes— pero, casi inmediatamente, las entrañas de Doeor comenzaron a respirar y moverse, algún edificio comenzó a temblar y, a continuación, se oyó un rugido lastimero que fue tornándose horrible y doloroso —acorde con las últimas notas, curiosamente—, presagiando todos los males posibles: el dragón comenzaba a despertar y rugía furioso por su encierro. 
De nada sirvieron las cadenas, las puertas de hierro, las cerraduras. Nada sirvió de nada. El monstruo lo rompió todo, emergió de las profundidades hasta la gran plaza y comenzó a lanzar fuego hacia las calles adyacentes, a golpear los edificios cercanos con su cola, a batir sus alas expandiendo el incendio. Todo el mundo gritaba y pronto el novio, su familia y sus amigos sospecharon algún engaño y huyeron con urgencia hacia el puerto del río, no sin antes maldecir a todos y jurar venganza contra la ciudad. Los habitantes, sin embargo, tenían preocupaciones y temores más inmediatos, y todos corrían despavoridos abandonando Doeor y apelotonándose en todas las puertas de la ciudad.
Todos menos Lorien que, desfallecida y cansada, esperaba la muerte tumbada sobre el primer peldaño de esa escalera que no había comenzado a subir. 

Tahar se acercó a ella, colgó la zanfona a su espalda, la tomó en sus brazos y, sin preocuparse por el dragón ni por sus conciudadanos, se dirigió hacia el bosque por una oculta puerta seguido en silencio por miles de gnomos. 

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