lunes, 25 de abril de 2011

CADEL Y MISTARA

No, no son los nombres de los protagonistas de un cuento antiguo, aunque bien podrían serlo por su sonoridad. Cadel y Mistara... suenan bien. 
En realidad son dos palabras nuevas que he encontrado y que tienen que ver con mi recuperada afición por la caligrafía. La primera es el nombre común de un tipo de capitulares con un tipo de grafía muy concreto; la segunda un artilugio sencillo para solucionar un problema clásico: las marcas de los renglones que sirven de guía a la escritura.
Si hoy las traigo aquí, sin embargo, no es por sus significados, sino emocionado por lo que significa el encontrar palabras nuevas: enriquecer mi mundo. 
No todos somos iguales, lo sé. Como sé que hay un tipo de personas que sólo somos capaces de conocer realmente aquello que podemos nombrar, de forma que, enamorados de una desconocida en nuestra adolescencia, nuestro primer impulso, aún antes de acercarnos a ella o imaginar cómo era, fue dotarla de un nombre, no por inventado menos eficiente que el suyo propio. 
Uno de nuestros amores son las palabras; con ellas jugamos, expresamos lo que sentimos, convencemos o dejamos que nos convenzan, pensamos y acabamos siendo aquello que creemos ser en nuestras descripciones. Es ese amor el que me hace leer, hablar, e incluso, cuando tengo tiempo, dedicar unas horas a representarlas lo más bellamente que puedo, que es lo que significa la palabra “caligrafía”: palabra bella, el arte de escribir con signos hermosas.
CADEL
No se conoce hasta que no se sabe el nombre de las cosas. En mi afición por las tipografías conocía variantes de unciales,  góticas o redondillas, y había disfrutado de iniciales iluminadas de las maneras más diversas y con las formas más curiosas, pero no sabía que tenían un nombre concreto ni que la comenzó a utilizar Jean Flamel, en el siglo XV. 
Son difíciles de elaborar, permiten múltiples variantes y, en épocas posteriores, se realizaron auténticas maravillas en grabados. Las primeras cadel que me impresionaron —sin saber aún cómo se llamaban— las vi hace muchos años, en el mercadillo de San Antonio, lugar al que solía ir algunos domingos con mi hermano Pablo, y no pude resistir la tentación de comprar el billete de 1000 marcos alemanes de 1915 en que aparecían y que todavía conservo. 

La última la encontré también por casualidad y la utilicé para decorar una carta a unas sobrinas. 

 Pero no ha sido sino a partir de conocer su nombre que he podido empezar a buscar en internet y se me ha abierto un mundo de formas nuevo. Como cuando uno conoce el nombre de la muchacha de que se enamoró y desde ese momento deja de ser una desconocida —lo que no significa que responda a nuestros sentimientos, como las cadel cuando uno intenta seducirlas y se da cuenta de que lo que dibuja se parece más a un churro que a una bella letra.
MISTARA
Podemos darle vueltas y más vueltas: dejando aparte las nuevas tecnologías —o una parte de ellas— está todo inventado. Uno se afana y se siente orgulloso de algún nuevo método, y un día descubre que en algún momento de la antigüedad ya hubo quien lo utilizaba y, además, de una forma más simple y más eficiente. Es lo malo que tiene ser autodidacta: se devana uno los sesos para acabar descubriendo la sopa de ajo; lo positivo es que acabas siendo humilde incluso a tu pesar.
Uno de los problemas con la caligrafía son los trazos para marcar los renglones. Por muy finos y suaves que se hagan, siempre se ve el trazo negro, y si se borran después, por mucho cuidado que se ponga, sobre todo si se utiliza gouache para escribir, las letras pierden una parte de su color. En cierta ocasión probé con una plantilla puesta debajo, pero casi me dejo la vista y el resultado no fue el apetecido.
Los calígrafos musulmanes descubrieron, en la Edad Media, un método interesante: el uso de la mistara. Se trata de una tablilla de madera —o cartón— sobre el que se practican unos agujeros y se tensa un fino cordel con la forma de los renglones que deseemos. Luego se pone el papel encima, se presiona, y quedan marcados en él. Imagino que después, con el paso del tiempo y la presión del resto de las hojas que forman el libro, acaban desapareciendo las marcas.
Aún no la he probado, pero me ha emocionado conocer que existe esta palabra. Y que hubo quien construyó, gracias al objeto y método que define, bellísimas páginas que embellecieron el mundo. Nada es tan hermoso como lo sencillo, aunque contraríe a las cadel.

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