martes, 13 de octubre de 2020

La Orbea

Escuela de Maestría Industrial, curso preparatorio. Un lugar intermedio entre la escuela primaria básica y los talleres donde aprenderían un oficio. Muchos tenían graves deficiencias de conocimientos; otros eran inteligentes y capaces pero, tanto los unos como los otros, tenían en común provenir de familias humildes para las que el instituto no era una opción: para ellos, hacer el bachillerato serviría de bien poco.

Hasta aquella clase llegaban cada mañana, él sin poder sentarse en el sillín porque si no no llegaba a los pedales, David y su Orbea. Bueno, cada mañana no. Si llovía a cántaros, o si había nevado la noche de antes, entonces se quedaba en casa. Él era el único que vivía en un mísero pueblo al final de una hoz, a unos diez kilómetros río arriba de aquella minúscula ciudad de provincias. También el único que tenía bicicleta. Pesada, desvencijada y grande. Un buen muchacho, David: siempre traía los deberes hechos y la lección aprendida. Jugaba con los demás, pero sentía que no era como ellos. 

El maestro se llamaba don Juan José. Un hombre recto, con la palmeta siempre a punto para castigar la mano de los desafectos y tendente a corregir con alguna bofetada llegada la ocasión, pero también justo y comprensivo. Cuando cumplía los años los alumnos hacían una pequeña colecta y le compraban algo sencillo. Esa tarde, él se llevaba a la clase entera a un campo cercano con un balón y su perro, que jugaba con ellos como uno más.

Sus compañeros también tenían cerca el campo. Las familias de algunos criaban un cerdo; las de otros tenían en el corral unas gallinas o un par de conejos en una jaula en la cocina. En primavera, bastaba con caminar un rato para ver cómo el viento convertía los campos de trigo en un mar verde.  Algunos padres eran cazadores y pescadores y la mayor parte salían, cada otoño, a buscar setas; ellos, llegado el tiempo, a robar arzollas de algún almendro cercano. El campo, ya digo, nunca les cogió lejos. Pero no eran del campo.

David se repartía entre dos mundos. Cercanos y distantes; parecidos pero desiguales. Los días de diario compartía ciudad, pupitre y patio, escuela y maestro, pero los domingos no sabía lo que era ir a cine ni pasear por la calle mayor. Sus compañeros, en cambio, desconocían que era sentarse en la cueva con los mayores, mientras sacaban vino de la tinaja, ni recorrer las lindes todavía con escarcha mientras vigilaba las ovejas. Él no tenía domingos. Los sembrados, la huerta, los animales... esas cosas no entendían de fiestas. Había que dar de comer, limpiar, regar, sembrar, podar, recolectar. En la casa siempre había trabajo: reparar, hacer conservas, preparar los productos que se bajaban al mercado. Él, además, estudiaba. Era el más pequeño y, decían su madre y el maestro, que el más listo. Su padre y sus hermanos le permitían, con su trabajo, ese pequeño lujo. Como la bicicleta: si supieran sus amigos el sacrificio que tuvieron que hacer para comprarla.

En su casa cada año criaban un cerdo, pero nunca comieron jamón ni chorizos magros. Necesitaban calzado, ropa, reparar el arado, una azada nueva. Y eso si no se ponía enfermo algún animal o alguno de los hijos.

En invierno, cuando salía de casa, aún era de noche y cuando volvía, también. Por la mañana la bajada era suave, pero por la tarde la subida en aquella bicicleta que pesaba como el plomo solía ser dura. A veces lo acompañaba la lluvia; durante todo el invierno, y allí era muy largo, lo que su madre llamaba un frío negro.

Por eso David era el alumno preferido de don Juan José. Si había que pedirle algo en beneficio de todos, lo mejor era que lo hiciera él. 

Cuando el tiempo era inclemente y no venía, el maestro aprovechaba su ausencia para hablar de él y ponerlo como ejemplo. Y nadie movía ni una ceja cuando lo hacía.

Al año siguiente no volvió. Sus compañeros no lo echaron de menos: en esa etapa de la vida las cosas pasan deprisa y las sensaciones son cambiantes. En su casa agradecieron que se reintegrara al hogar: con su edad ya podía ayudar más y la situación familiar ahora no permitía dispendios. Tampoco nadie tenía claro que seguir estudiando iba a llevarlo a algún sitio salvo fuera del pueblo y, cuando un tío suyo preguntó en una comida familiar: “Aprender un oficio, aprender un oficio ¿es que ser labrador no es un oficio?”, los demás, incluido David, asintieron con la cabeza.

Don Juan José siguió en su puesto. Algunos años después, cuando algún día había amanecido nevado o hacía un tiempo del demonio, paraba un rato la lección o el dictado y les hablaba con admiración a sus nuevos alumnos de un tal David, casi un niño, como ellos, que venía cada día a clase con su Orbea. Pero aquellos alumnos no lo habían conocido y a esas alturas, la verdad, ¿quién iba a creerse aquel cuento?


martes, 31 de marzo de 2020

Platos con fondo. 1. Carciofi alla giudia


«Partir, pero ¿a dónde? Hay lugares que todavía no conozco. Paisajes que todavía no he visto. Individuos a los que todavía no he conocido. Qué fortuna increíble, la mía, la de poder decidir aquí, mañana, que partiré de viaje. No a la aventura, sino para descubrir. Creo que es el otro lado del amor por la gastronomía».
Alain Ducasse.— Diccionario del amante de la cocina.

Hace tiempo, leyendo a Ducasse, me descubrí añorando lo que nunca hice: los viajes gastronómicos. Viajar para comer, pero también para entender una sociedad, para aprender a preparar, para enfrentarme a ese saber comprar que imaginamos, estúpidamente, que tenemos. Más allá de —o de forma complementaria a— monumentos, paisajes o folklore, ser capaz de entender el alma de una cultura no sólo a través de su comida, sino por sus materias primas, dónde las venden, cómo las cocinan y, por supuesto, en su forma de relacionarse con los demás a través de ella.
En ese momento se enlazaron recuerdos inconexos: el viejo sueño del tío Rodolfo, con las esperanzas puestas en la quiniela, de recorrer España pueblo a pueblo, comiendo los platos típicos de cada lugar; la sensación de flotar con las fosas nasales llenas de los olores intrigantes y espesos del Bazar de las Especias de Estambul; la costumbre familiar de darnos una vuelta, cuando vamos a la gran ciudad, por los mercados de la Boquería o de Santa Catalina; aprovechar un paseo por el bosque o la montaña para comer en algún sitio cercano que usa de proximidad. Todo lo veía con otra perspectiva y ciertas cuestiones cobraron un sentido nuevo.
Dado que sé que soy demasiado cómodo, prefiero no hacerme ilusiones sobre mi futuro, y menos desde este confinamiento en que nos encontramos, así que, de momento, me limitaré a comunicar mis reflexiones. 

El plato/deseo de hoy: Carciofi alla giudia
No he estado en Roma, pero si un día voy… bueno, imagino que haré lo que se me ha dicho que tengo que hacer: visitar la Fontana di Trevi, el Vaticano, el Coliseo… todas esas cosas. Debe ser que soy poco atrevido. Si lo fuera —que, repito, no lo soy— lo que haría es buscar lo que queda, junto al río Tíber, del antiguo gueto judío, pero no sólo para ver su Museo, la Sinagoga o la Piazza delle Cinque Scole, sino para buscar un restaurante sencillo donde ofrezcan comida casera. Y allí disfrutar, mientras cierro los ojos, de una buenas alcachofas a la judía.
Veamos la gestación del plato: En 1555, tras la promulgación de la bula del Papa Paulus IV Cum nimis absurdum, los judíos quedaron confinados en un barrio amurallado en el rione Sant’Angelo, rodeado de una muralla con tres puertas que se cerraban al caer el sol. No fue tan malo, aquel Papa: es cierto que así evitaba en parte el contacto de cristianos y judíos, pero también protegía a estos últimos de los ataques de muchedumbres seducidas por predicadores radicales que los acusaban de cualquier mal, real o imaginario.
Confinados durante siglos —hasta 1870 no fueron equiparados al resto de los italianos y las murallas se destruyeron definitivamente en 1888—, y con acceso a productos casi exclusivamente locales, los judíos desarrollaron una nueva y peculiar cocina. Ni compartida con el resto de los judíos ni con el resto de los romanos: suya.
Uno de sus platos, que ha sobrevivido hasta hoy, son esas carciofi alla giudia,  preparadas con variedades como la mammole o la cimaroli del Lazio. Un manjar recomendado, sobre todo, en este mes de marzo que se acaba. 
Y ¿por qué, de entre la variedad de opciones, este deseo mío de degustar precisamente esta receta? Pues por tres razones: 
Una, porque las alcachofas, ya sabéis, me encantan. De cualquier manera. Y esta forma de prepararlas no la conozco todavía.
Dos, porque me hace gracia que algo que parece ser tan sabroso sea el resultado de lo que podríamos llamar una “cocina de confinamiento”, por lo que hay un matiz pedagógico que ahora juzgo necesario.
Y tres: porque motivó, hace unos años, un cierto nivel de rebelión por parte de esa comunidad contra el poder espiritual establecido, nada menos. Cuentan que el Gran Rabinato de Israel, encargado de todo lo relacionado con el ritual decretó, en 2018, que este plato no era kosher y que, por tanto, era impuro. Argumentaron que, teniendo en cuenta su modo de preparación, era posible que en el interior de las alcachofas existiera algún pequeño gusano, cuyo consumo está prohibido por la ley mosaica. 
Los judíos romanos se indignaron: alegaron que las hojas de sus alcachofas estaban tan prietas que ni un pequeño insecto podía alojarse en su interior. Y parece que, al menos algunos, las han seguido consumiendo no sólo en temporada, sino incluso, siguiendo una costumbre secular de su comunidad, durante la Pascua. Ya no están confinados, pero no renuncian a lo que aprendieron en aquellos duros tiempos. 
Yo, entretanto, aquí; confinado también aunque, como sabéis, por motivos muy distintos. Y también con alcachofas.

viernes, 24 de enero de 2020

Regalos

Allí está él. Cansado de no hacer y aburrido de aburrirse. Ya apenas anda solo, ni siquiera con la ayuda del andador, ese artilugio que detesta. Las cuidadoras, cada mañana, lo sientan en un sillón debajo de la ventana, en esa sala gris repleta de sillones como el suyo compartida con otras viejas. Hombres son sólo dos, así que el masculino genérico se antoja inadecuado. Alguna canturrea, otra se queja con cierta constancia amargamente —al principio le molestaba, pero ahora ya se ha hecho a esos monótonos lamentos—; las demás están quietas y en silencio, aunque a veces charlan entre ellas de dos en dos o tres en tres; y a veces hasta dan voces y se ríen. De fondo, el runrún de la televisión colgada en la pared, inútil para él en tres aspectos: porque ya apenas oye, a excepción de los gritos de desamparo de la quejosa; porque casi no ve y porque nada que lo que allí cuentan le interesa lo más mínimo. Ni las mismísimas corridas de toros, cuando las ponen.
De vez en cuando, un cuidador —hay uno muy campechano, el hombre, que le cae bien— o una cuidadora —hay de todo, pero son buena gente en general y alguna hasta cariñosa— pasan por allí a ver cómo siguen, a mover a alguien y llevarlo al baño, a decir alguna nadería o preguntar cualquier cosa inútil que no busca sino que no acaben de perder la poca conciencia que aún tienen de sí mismas. Luego la comida, apapillada para los que se niegan a ponerse la dentadura, monótona, gris como las paredes de la habitación.
Cuando empieza el frío, que aunque dentro haya calefacción se sabe que fuera hace frío, porque se sabe, le ponen una manta por encima de las piernas. Así dormita mejor y más tranquilo, sobre todo desde que ha integrado como una costumbre más los lamentos de la gritona, que no es que sea mala mujer, es sólo que no acepta su vida, como tantas otras y como él mismo, pero es que ella lo lleva peor o se expresa con más libertad, quién sabe.
Por la tarde viene su hijo a verlo. Cada tarde. Un buen rato. 
Primero la visita obligada al servicio; luego el paseo en la silla de ruedas: recorren el largo pasillo, toman el ascensor y en la planta baja, tras los saludos, se sientan en una mesa con algunos conocidos de allí dentro a los que también acompañan, sobre todo los domingos, uno o dos familiares. Prácticamente no habla de nada; parece escuchar durante un buen rato, eso sí,  pero los demás nunca están seguros.…y tampoco les importa. Como cada tarde, se toma un café con leche y una pasta. La médico le ha dicho que tiene un poco alto el azúcar pero a su edad, la verdad, eso le es absolutamente indiferente.
Luego, cuando se cansa, le hace a su hijo una señal con la mano y éste le pone unos auriculares y conecta esa música de su juventud que lleva archivada en el móvil. Entonces cierra los ojos mientras escucha, pero no duerme: se sabe porque se le oye tararear quedamente, o llevar el compás con precisión con la mano.
Una de esas tardes frías —que se sabe, aunque dentro esté puesta la calefacción al máximo, porque a esas edades el cuerpo siempre está como helado— un hombre al que no había visto antes se le acerca. Él no lo conoce de nada, pero el otro sí parece conocerlo. Se presenta, se llama Eladio —dice—, y lo coge de las manos, lo que lo incomoda un poco ¿a qué tantas familiaridades? le dice con los ojos. Estás más viejo, como todos —le comenta el recién llegado—, pero tienes la cara de siempre. Y sonríe abiertamente.
Lo mira intentando recordarlo, pero no puede, mientras el otro sigue hablando y el hijo le indica que ha de alzar un poco la voz, porque no oye muy bien. Y entonces les recuerda su relación.
Fue hace muchos años. Él era músico entonces y en verano recorría los pueblos de la provincia de fiesta en fiesta, de verbena en verbena. Eladio era más joven y estaba a punto de ir cumplir el servicio militar. En uno de esos pueblos perdidos en la sierra, en la celebración de la santa patrona, se le acercó una noche al escenario improvisado sobre una carreta y le pidió que si podían tocar, cuando pudieran, El gato montés: era el que más le gustaba a una moza que pretendía y vaya, que quería hacerse notar; no tenía nada para darle, así que nada le ofreció; pero en aquellos tiempos eso no hacía falta. Así que después del descanso el músico se acercó al micrófono y anunció que iban a tocar un pasodoble dedicado a la señorita tal de parte de tal mozo. Lo de “señorita” quizá sonaba siempre, en las dedicatorias,  un poco excesivo, pero las muchachas lo agradecían. Esa noche bailaron esa pieza y luego otra y otra y otra. “Me casé con ella” concluyó. Cuando volví de la mili me casé con ella. Y fue gracias a ese regalo que me hiciste. Luego nos fuimos a Bilbao, con un hermano —ya sabes, en el pueblo sólo quedaba hambre y poco más. Y desde entonces que he querido agradecértelo y mira, ahora te encuentro aquí. Y se agacha hasta la altura de la silla de ruedas y lo abraza. 
Y entonces él también dice algo, pero en voz baja, como si sólo hablara para sí: “Yo también me casé con ella”. Y los tres lo entienden. Otra ella, pero no menos ella que la suya. 
Y Eladio se queda allí, con ellos, mientras él señala con la mano al hijo que es la hora de los auriculares y la música y se mete en ese mundo del que casi nunca sale ya, sin más contemplaciones para el recién llegado.
La mía también falta desde hace un tiempo, le comenta él un día, en uno de esos raros momentos en los que todavía hilvana más de cuatro palabras. Nada es para siempre, dice Eladio; y asienten ambos. Si lo sabrán ellos.
A veces oyen música juntos. Un auricular para cada uno: el uno en silencio, mirando al infinito, sentado en un sillón; el otro, en su silla de ruedas con los ojos casi cerrados, tarareando algunas de las cantadas y llevando el compás con la mano en otras. Cuando suena El gato montés, se miran y Eladio asiente con la cabeza y a veces hasta le coge la mano. Y así va pasando el invierno, con las mañanas bajo la ventana y las tardes en la cafetería —que lo lleva su hijo—, con Eladio y los demás, aprovechando la calefacción al máximo porque fuera, ya se sabe, hace un frío que pela.
Una tarde, de esas que ya empiezan a alargar, Eladio no comparece. Se lo llevaron anoche al hospital, comenta otro que tiene la habitación en la misma ala. Le cogió no sé qué. Y ya se sabe que un “no sé qué”, allí, es casi peor que cualquier cosa. 
Cuatro o cinco días estuvo Eladio en el hospital, pero nadie lo sabe a ciencia cierta porque allí los días son todos iguales y a su edad, el calendario, como que les sobra. Era todavía joven, comenta alguno —apenas había cumplido los ochenta— y parecía con buena salud, pero ya se sabe. Y “ya se sabe”, asienten los demás. 
Les dicen que habrá una misa en la capilla pero él prefiere no ir: ya se despidió cuando hizo falta. Por la tarde Jacinto, uno que es medio tonto, al que casi no se le entiende al hablar y tiene las orejas muy grandes sentencia, mientras se dirige a él ofreciéndole una especie de pésame: aquí los amigos no duran mucho.
Cuando al fin llega el buen tiempo sale, con su hijo, a pasear en su silla de ruedas al patio, a ver cómo juegan los gatos, pasan las nubes y florece alguna cosa, a saludar a los más conocidos y quedarse un rato con ellos. Su hijo que también le saca fuera, porque el sol calienta ya un poquito aunque él vaya tapado hasta las cejas, el café con leche y la pasta.

Llegado el momento, el aislamiento del ritual de los auriculares y la música del móvil. La lista de siempre está en aleatorio y alguna vez, sin que lo espere, suena El gato montés. Entonces se emociona; no tanto porque añore al bueno de Eladio sino porque desde que le contó su historia siente que su vida, aún sin saberlo, siempre tuvo un sentido. No lo supo entonces, pero también él recibió un regalo.


domingo, 5 de enero de 2020

Siempre quedarán Noches de Reyes

A mi hermano Pablo

                     «Hay otros mundos, pero están en éste»
                                                 Paul Éluard

Todo aquello lo supimos muchos años después: ya sabes, lo de la represión, la falta de libertades, el nacionalcatolicismo, todo aquello. Entonces no; tú, yo y muchos más vivíamos en otro mundo, ajenos a que nuestro tío hubiera estado condenado a muerte por comunista y todavía escuchara, cuando le dejaban, La Pirenaica mientras la anciana que más le había ayudado disfrutara cada año cantando en la Misa del Gallo.
Entonces éramos felices; sin saberlo, que es cuando la felicidad es más real, lo que no quitaba que tuviéramos problemas o que nos invadiera la tristeza o la rabia. Nuestras vidas ni siquiera eran “cómodas”, como ahora… Nuestras vidas ¿recuerdas?, cada primavera esperábamos las golondrinas y cogíamos algún gorrión que se había caído del nido; con el buen tiempo llevábamos las rodillas siempre con costras de sangre, cada tarde nos sentábamos bajo la parra vecina y por las noches jugábamos en la calle mientras nuestros mayores sacaban los asientos para tomar el fresco y charlar de naderías. 
¿Recuerdas? la llave de la puerta de la casa de la abuela era grande y pesada, pero no le importaba a nadie: al marchar se dejaba colgada en una escarpia que había en la parte interior de la gatera, ese agujero a ras de suelo, junto al quicio de la puerta, que permitía entrar y salir a los gatos. Los gatos: ni animales de compañía ni, mucho menos, mascotas; simplemente, eran o ellos o los ratones… y los ratones se comían el pan y lo que encontraban.
Madre cocinaba con carbón y con leña, sin lujos, a veces sin lo necesario. 
Había dos olmos frente a la casa —en algún sitio debían sujetarse los alambres por los que transitaban los sarmientos de la parra— y en el barrio era frecuente oír los gritos de un niño mientras bailaba al son de la zapatilla materna: era imposible ser buenos todo el tiempo.
Las estaciones se perseguían y al verano le seguía el otoño y a éste las vacaciones de Navidad y, con suerte, la nieve. Ropas perentorias, calzado frágil, frío glacial y una alegría que superaba todo cuando veíamos caer los primeros copos.
Navidad era un paréntesis de todo y, aunque en la escuela hasta el último día de clase se seguía izando la bandera cada mañana cantando «Montañas nevadas» tras formar por clases en hileras —los niños a un lado, las niñas al otro— por toda la ciudad había Belenes y en nuestros hogares mantecados, rosquillas y unos turrones durísimos.
¿Te acuerdas? Llegado el momento recuperábamos aquellas figuras de barro a las que siempre les faltaba algún trozo e íbamos con padre a recoger musgo y sobre la gruta hecha con carbonilla del tren colocábamos al ángel; con el papel de plata de las tabletas de lo que parecía chocolate hacíamos el río donde poníamos las lavanderas y madre hervía la piel ya seca de algún conejo, con el que excepcionalmente se había hecho un arroz, para que padre nos hiciera una zambomba. Todo un arte, ese de fabricar y tocar la zambomba, con su vela para cubrir con cera el cañizo y una pepita de ajo para tensar la piel de vez en cuando.
En la diminuta casa de la abuela, en Nochebuena no cabía una aguja y la gente entraba y salía, cantando villancicos a veces groseros, comiéndose aquellas cosquillas y aquel turrón durísimo y bebiendo mistela. Ya digo, inconscientes de la miseria, éramos felices. Y más en Navidad.
El único momento triste era el día de Reyes. Cada noche anterior, tras la cabalgata, la ilusión; cada mañana, la decepción; y la pregunta de siempre:¿éramos tan malos? 

Maestros y familia nos amenazaban cada año: “Si os portáis mal, los Reyes no os traerán nada”. Así que aquello era culpa nuestra; sin importar lo que nos esforzáramos a ti, a mí y a los demás niños del barrio siempre nos traían poca cosa. O unos calcetines. O nada. Las cartas que escribíamos y llevábamos a un buzón de cartón con forma de Baltasar en la puerta de un comercio del centro parecían no surtir nunca efecto. Y pensábamos ¿éramos tan malos?
Un día cambió todo: uno de nosotros —no recuerdo si tú o si yo—hizo la pregunta en voz alta y sólo hubo silencio; pero esa noche padre nos llamó y nos lo contó todo: los Reyes eran ellos, nosotros éramos dos buenos muchachos, pero éramos pobres, así que “este año habrá lo de siempre, pero vosotros no tenéis la culpa”. Y no hubieron más explicaciones.
Aún recuerdo esa noche en que abandonamos aquella forma de ingenuidad. Ya nunca tuvimos miedo de quedarnos despiertos y que nos sorprendieran, no esperamos vislumbrar ningún paje durante un fragmento de segundo ni oír una escalera apoyarse en el marco de la ventana; nos abrazamos, como cada noche, para mitigar aquel frío negro castellano debajo de aquellas mantas duras y pesadas. Y, por primera vez, fuimos conscientes de perder una ilusión y ganar una paz.
Al día siguiente cogimos nuestras nuevas pistolas de calamina baratas, les pusimos los rollos de fulminantes y, como si no supiéramos nada, comenzamos a hacer ruido y a gritar. Salimos a encontrarnos con algunos vecinos y seguimos haciendo ruido y gritando. Hacía mucho frío pero no nos importaba. 
Luego supimos que pasaban otras cosas, pero entonces vivíamos en otro mundo y, como era habitual, seguíamos siendo felices sin ni siquiera darnos cuenta.

Esta noche, también de Reyes, vuelvo a preguntarme cuántas ingenuidades nos quedan, al menos a ti y a mí, por descubrir. En esos otros mundos que también están en éste.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Adenda. La melodía final

Han pasado los años. Doeor ha crecido y prosperado y a ella van a veces Tahar y Lorien con sus hijos a reparar herramientas, a adquirir maderas que provienen de lugares lejanos y a vender sus instrumentos. Y, como no, a visitar al abuelo, que ve con un sano orgullo cómo su familia crece al ritmo de la ciudad mientras comprueba que la abundancia que proporciona el trabajo no está reñida con el amor y la fraternidad entre los hombres. 
En la ciudad, las pasadas tragedias se van desdibujando: ahora sus habitantes celebran cada año una fiesta para la que han construido un inmenso dragón de madera que sólo asusta a los niños y que les recuerda la historia de su renacimiento. También algunos de sus habitantes han cogido la costumbre de ir al bosque de vez en cuando en busca de silencio y de los buenos consejos que pueden darles la contemplación del agua o el susurro del viento entre las ramas de los árboles. Los gnomos, como ha sido siempre, siguen siéndoles invisibles. 
El cuervo se ha aposentado definitivamente en un viejo roble, del que sólo levanta el vuelo cuando desea ver cómo sigue Tahar. 
Ahora bien: ¿Qué fue de aquellos instrumentos que cambiaron sus vidas y que han sido también los protagonistas de esta historia? Vamos a descubrirlo:
La zanfona se quedó definitivamente en poder del Príncipe de los Gnomos, que interpreta canciones cada vez más hermosas, siempre ayudado por Taldrín, que gira sin cesar la manivela mientras él danza sobre el teclado siempre, por supuesto, lejos del lugar donde duerme el dragón.
Lorien aprendió a tocar el laúd, y ahora suele cantar y acompañarse con él cuando va con Tahar a recoger madera o visitan juntos a sus amigos los gnomos, los árboles y los pájaros.
De la Viola de Amor nadie supo nada desde aquella mañana de enero y nadie, tampoco, la ha vuelto a nombrar. Y así fue hasta un otoño en que la familia decidió pasar el invierno en Doeor, para estar más cerca del padre de Lorien. 
Entremos en su casa sin hacer ruido: podemos verlo, ya anciano, junto con los felices esposos y sus hijos, reposar junto al fuego de la chimenea. Todos contemplan las llamas desde sus asientos mientras toman sus cuencos de leche antes de retirarse a descansar después de un día lleno de trabajos. Fuera sopla el aire y se oye a la lluvia repiquetear en las ventanas. Entonces el abuelo se rodea de nietos y nietas y, por primera vez, les cuenta cómo cambió su vida el sonido de un instrumento que construyó su padre. 
Acompañado de la lluvia y el viento les habla de su paz interior de ahora mismo, de su mezquindad y orgullo pasados y de la existencia de una viola que le hizo destapar su corazón y verse frente a frente, como quien se mira en un espejo claro y limpio de los que han comenzado a llegar de países lejanos. Los niños lo escuchan, a veces alegres, a veces espantados o temerosos, según sean sus palabras, pero se no lo acaban de creer: es como una de esas historias fantásticas que les contaba algunas noches, cuando eran más pequeños, antes de ir a dormir. Y entonces Tahar, al que hemos visto salir en silencio hace un momento de la sala, ha vuelto a su asiento con la viola y ahora comienza a tocarla. 
Y de pronto todos comienzan a despertar a sí mismos, como si durante toda la vida anterior no hubieran sido sino una sombra o un sueño y hubieran visto el mundo a través de un cristal sucio o de un velo. 
Nadie llora apenado, ninguno grita de desesperación. Cada cual se siente más feliz que nunca y aún aumenta esta sensación al comprobar que los demás también lo son. Poco a poco las miradas convergen en el abuelo: en sus ojos puede leerse que por fin se ha reconciliado consigo mismo. 
Sólo el cuervo, desde su viejo roble es capaz de escuchar al unísono, esa noche lluviosa, la melodía de la viola de amor y la de zanfona, la una en Doeor, la otra en el corazón del bosque. Y sonreiría —si los cuervos pudieran sonreír— al comprobar qué distintas son las melodías y, en cambio, con qué perfección se funden.



domingo, 22 de diciembre de 2019

13. De la búsqueda y el perdón

Por fin llegó la primavera. Del río había desaparecido ya el hielo y los primeros barcos comenzaban a llegar; los artesanos vendían lo poco que habían ido fabricando, compraban lo que necesitaban y la vida se animaba de nuevo. Los comerciantes volvieron a sus regateos, las mujeres a alegrarse con los días cada vez más largos, los niños a recorrer los campos de los alrededores en los que los campesinos comenzaban ya sus tareas en la tierra.
Podría haber sido una primavera feliz, pero todos tenían todavía el corazón encogido y el espíritu frío, como si cada noche cayera una escarcha en su interior y cada mañana amaneciera blanco y helado. 
Hasta el día en que unas jóvenes fueron al lindero bosque a buscar agua de una fuente que, según decía la tradición, propiciaba el amor y alegraba la vida. Allí, mientras llenaban sus cántaros, oyeron algo realmente hermoso: una canción al tiempo alegre y apesadumbrada que hablaba tanto de amor como de añoranza, de un deseo de vivir entre los árboles junto con el de recorrer las calles de la ciudad; una canción que celebraba una felicidad y una tristeza, que hablaba de un marido y de un padre. 
Las jóvenes regresaron, fueron a la antigua casa de Lorien y le contaron al hombre que las recibió lo que habían oído. El padre supo entonces que aún le quedaba mucho para dejar atrás sus defectos: había superado la codicia y el ansia de poder, pero aún quedaba en su corazón un rastro de orgullo que lo había tenido sujeto a Doeor, impidiéndole salir en busca de su hija. Y entonces, en su interior, oyó la música de la viola de amor; no las mismas notas, no aquella melodía que nunca volvería a recordar, sino el sonido puro de una nota mantenida incansablemente. Y supo que era el momento de partir. 
Fue a la fuente, recorrió los claros, paseó entre los árboles siempre con el oído atento. Pero nada. Un día, otro día, y nada. Pasaba el tiempo y a la esperanza la sustituía, a veces, la desesperación. Se le terminaron los víveres que llevaba el el zurrón y pronto tuvo que empezar a alimentarse de frutos silvestres y de bayas; se le desgarró la ropa, creció su barba. En más de una ocasión se arrepintió de su búsqueda, más de una noche se prometió que al día siguiente volvería a Doeor; más de una mañana maldijo el bosque. Pero continuó buscando a Lorien. 
Hasta que un día, cansado ya y sin fuerzas, escuchó una melodía lejana y supo que su búsqueda había llegado a su fin. Caminó en la dirección de la voz y el sonido de un laúd y, cuando por fin llegó al claro donde estaban Lorien y Tahar acompañados de elfos, gnomos, animales y pájaros, se sentó a esperar a que acabara aquella canción deliciosa y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando oyó pronunciar su nombre y supo que su hija lo había perdonado y deseaba volverlo a ver. 
Para entender lo que sucedió hasta entonces baste con comentar que a Lorien y a Tahar los casó el Hada de los Ojos de Oro y que vivieron casi felices —oscurecidas algunas de sus horas por el dolor en que había sumido a la joven el comportamiento de su padre— en una casa que construyeron para ellos los gnomos. Lo que vino inmediatamente después todos podéis imaginarlo, así que no merece la pena entretenernos ahora con el relato.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

12. El corazón de Doeor se renueva

Tras unos días en el bosque, Lorien comenzó a recuperarse y le pidió a Tahar que no abandonara Doeor a su suerte. Así que el luthier volvió, accedió a su casa aprovechando que el dragón había abandonado la ciudad y tomó el laúd que había construido con la madera del árbol en que se había posado el pájaro del Hada de los Ojos de Oro. Luego marchó en busca de la bestia y cuando fue acercándose, tañéndolo, al horror y la algarabía que sembraba, el dragón lo siguió hasta lo más profundo del bosque, donde acabaría dormido en una profunda sima que las zarzas y las raíces de los árboles se encargarían de ocultar. 
El novio y los que habían quedado vivos de entre su familia y amigos, tras su huída, decidieron olvidar su venganza: era más sensato no volver jamás, no contar a nadie lo que había sucedido e intentar, si ello fuera posible, olvidarlo ellos mismos. 
Los habitantes de Doeor, que habían dejado todo en sus casas y talleres, sí que volvieron cuando cesaron los rugidos del dragón, tras los días y noches sin comida ni cobijo fuera de sus murallas, soportando la lluvia, el viento y el frío. También algunos de ellos optaron por marcharse y olvidar que esa ciudad existía y que ellos habían vivido allí; otros, en cambio, se dispusieron a arreglar sus viviendas, a recoger los enseres que aún quedaban y a organizar de nuevo sus haciendas, sus negocios o, simplemente, sus vidas. 
Habían aprendido de la forma más dura que en el futuro habrían de hacer frente a sus promesas, cumplir sus palabras y, lo más importante: que con la música se disfruta, pero no se juega. Así que convocaron al luthier y en las mismas escaleras de la plaza ahora casi destruida le ofrecieron lo convenido, incluyendo la concesión de la mano de su hija por el padre de Lorien. Él, del dinero, tomó lo que necesitaba y cedió el resto para la reconstrucción de la ciudad, porque su felicidad estaba depositada no en las riquezas materiales, sino en su futuro con su amada. Después encargó a algunos maestros de obras que reconstruyeran y ampliaran su hogar y volvió al bosque.
Un mes después, un claro amanecer de diciembre, lo encontraron de nuevo sentado en la plaza, teniendo entre sus brazos un extraño instrumento con dos filas de cuerdas y que se tocaba rozando sobre ellas un arco. Con ella interpretó una extraña melodía que se oyó hasta en los barrios que quedaban fuera de las murallas. Nadie recordaba su título, pero todos se juraban a sí mismos que la conocían desde siempre y se extrañaban de que, siendo tan hermosa y al tiempo tan terrible, hubieran podido olvidarla un sólo instante de sus vidas. 
Algunos niños, al oírla, sonreían mientras jugaban con los mastines más fieros, que se limitaban a aceptar sus caricias meneando las colas; alguna mujer se dirigió al fuego del hogar, cogió lo poco que quedaba en la despensa y comenzó a preparar una comida que todos los miembros de la familia recordarían durante mucho tiempo. Pero otros muchos comenzaron a lanzar aullidos lastimeros, a mesarse los cabellos y a golpear su frente contra las paredes: eran las personas de mal corazón, los corroídos por la envidia, los envenenados por el odio, los esclavos de los vicios, los corrompidos por el poder. Entre ellos estaba el padre de Lorien, al que sólo el hecho de que lo ataran a su cama con fuertes correas de cuero evitó que hiciera una locura. 
Tahar tocó y tocó, durante todo el día, durante toda la noche, y de nuevo otro día. Cuando dejó de hacerlo y se marchó de nuevo al bosque los corazones de todos los habitantes que habían decidido quedarse en Doeor estaban abarrotados con todos sus sentimientos más profundos. Nadie dijo nada, pero entendieron su mezquindad, su avaricia y su maldad. Ese invierno fue duro, pero nadie emitió una sola queja. Trabajaron en silencio, cada uno en lo suyo, levantando las paredes caídas, arreglando los tejados deshechos, poniendo en marcha los talleres, ayudándose los unos a los otros como nunca antes lo habían hecho. Volverían a reconstruir la ciudad y en ella nunca habría pobres castigados por la desgracia, ni quedarían sin comida o cobijo los ancianos, los huérfanos o las viudas. 
Una ciudad similar a la de antes, con el mismo nombre, el mismo puerto, las mismas calles; pero distinta, porque ahora sería —deseaban que fuera— una ciudad con corazón, llena de personas y no sólo de obreros, artesanos y comerciantes, donde los niños tuvieran un lugar lo mismo que el Concejo, donde las familias pudieran reunirse en el hogar para hablar entre ellos y no sólo de negocios, donde cada cual cuidara también de los demás en la medida de sus posibilidades. 
Uno de los que más trabajó fue el padre de Lorien. Planificó labores, ordenó trabajos, distribuyó tareas. Volvió a ser un hombre poderoso y respetado, pero esta vez no sólo por su dinero, sino por su humanidad, por su capacidad de comprensión, por su esfuerzo para que su bienestar no fuera causa de la desgracia de nadie. 
Y es que tras oír la melodía de aquella Viola de Amor todos habían comprendido la fugacidad de la vida, y habían sabido que cada cosa tiene una importancia. Y que no darle a cada una la que corresponde corrompe los corazones y arruina la existencia, aunque externamente se triunfe y se posea. 

Y nadie se había equivocado más que él; había tenido a la más maravillosa de las hijas y la había perdido por causa de una ambición estúpida, había podido tener un buen yerno y no lo tenía a causa de su necedad; su casa podría haberse llenado con niños que hubieran alegrado sus días postreros y ahora estaba condenado a envejecer en soledad. Su único consuelo era colaborar a construir el corazón de aquella ciudad que, ahora se daba cuenta, tanto amaba; ayudar a las gentes a rehacerse, apoyar a las familias a levantar a sus hijos, aunque no pudiera reprimir sus lágrimas cuando veía cantar a una joven que nunca era su hija y jugar a unos niños que jamás serían sus nietos.