miércoles, 18 de diciembre de 2019

12. El corazón de Doeor se renueva

Tras unos días en el bosque, Lorien comenzó a recuperarse y le pidió a Tahar que no abandonara Doeor a su suerte. Así que el luthier volvió, accedió a su casa aprovechando que el dragón había abandonado la ciudad y tomó el laúd que había construido con la madera del árbol en que se había posado el pájaro del Hada de los Ojos de Oro. Luego marchó en busca de la bestia y cuando fue acercándose, tañéndolo, al horror y la algarabía que sembraba, el dragón lo siguió hasta lo más profundo del bosque, donde acabaría dormido en una profunda sima que las zarzas y las raíces de los árboles se encargarían de ocultar. 
El novio y los que habían quedado vivos de entre su familia y amigos, tras su huída, decidieron olvidar su venganza: era más sensato no volver jamás, no contar a nadie lo que había sucedido e intentar, si ello fuera posible, olvidarlo ellos mismos. 
Los habitantes de Doeor, que habían dejado todo en sus casas y talleres, sí que volvieron cuando cesaron los rugidos del dragón, tras los días y noches sin comida ni cobijo fuera de sus murallas, soportando la lluvia, el viento y el frío. También algunos de ellos optaron por marcharse y olvidar que esa ciudad existía y que ellos habían vivido allí; otros, en cambio, se dispusieron a arreglar sus viviendas, a recoger los enseres que aún quedaban y a organizar de nuevo sus haciendas, sus negocios o, simplemente, sus vidas. 
Habían aprendido de la forma más dura que en el futuro habrían de hacer frente a sus promesas, cumplir sus palabras y, lo más importante: que con la música se disfruta, pero no se juega. Así que convocaron al luthier y en las mismas escaleras de la plaza ahora casi destruida le ofrecieron lo convenido, incluyendo la concesión de la mano de su hija por el padre de Lorien. Él, del dinero, tomó lo que necesitaba y cedió el resto para la reconstrucción de la ciudad, porque su felicidad estaba depositada no en las riquezas materiales, sino en su futuro con su amada. Después encargó a algunos maestros de obras que reconstruyeran y ampliaran su hogar y volvió al bosque.
Un mes después, un claro amanecer de diciembre, lo encontraron de nuevo sentado en la plaza, teniendo entre sus brazos un extraño instrumento con dos filas de cuerdas y que se tocaba rozando sobre ellas un arco. Con ella interpretó una extraña melodía que se oyó hasta en los barrios que quedaban fuera de las murallas. Nadie recordaba su título, pero todos se juraban a sí mismos que la conocían desde siempre y se extrañaban de que, siendo tan hermosa y al tiempo tan terrible, hubieran podido olvidarla un sólo instante de sus vidas. 
Algunos niños, al oírla, sonreían mientras jugaban con los mastines más fieros, que se limitaban a aceptar sus caricias meneando las colas; alguna mujer se dirigió al fuego del hogar, cogió lo poco que quedaba en la despensa y comenzó a preparar una comida que todos los miembros de la familia recordarían durante mucho tiempo. Pero otros muchos comenzaron a lanzar aullidos lastimeros, a mesarse los cabellos y a golpear su frente contra las paredes: eran las personas de mal corazón, los corroídos por la envidia, los envenenados por el odio, los esclavos de los vicios, los corrompidos por el poder. Entre ellos estaba el padre de Lorien, al que sólo el hecho de que lo ataran a su cama con fuertes correas de cuero evitó que hiciera una locura. 
Tahar tocó y tocó, durante todo el día, durante toda la noche, y de nuevo otro día. Cuando dejó de hacerlo y se marchó de nuevo al bosque los corazones de todos los habitantes que habían decidido quedarse en Doeor estaban abarrotados con todos sus sentimientos más profundos. Nadie dijo nada, pero entendieron su mezquindad, su avaricia y su maldad. Ese invierno fue duro, pero nadie emitió una sola queja. Trabajaron en silencio, cada uno en lo suyo, levantando las paredes caídas, arreglando los tejados deshechos, poniendo en marcha los talleres, ayudándose los unos a los otros como nunca antes lo habían hecho. Volverían a reconstruir la ciudad y en ella nunca habría pobres castigados por la desgracia, ni quedarían sin comida o cobijo los ancianos, los huérfanos o las viudas. 
Una ciudad similar a la de antes, con el mismo nombre, el mismo puerto, las mismas calles; pero distinta, porque ahora sería —deseaban que fuera— una ciudad con corazón, llena de personas y no sólo de obreros, artesanos y comerciantes, donde los niños tuvieran un lugar lo mismo que el Concejo, donde las familias pudieran reunirse en el hogar para hablar entre ellos y no sólo de negocios, donde cada cual cuidara también de los demás en la medida de sus posibilidades. 
Uno de los que más trabajó fue el padre de Lorien. Planificó labores, ordenó trabajos, distribuyó tareas. Volvió a ser un hombre poderoso y respetado, pero esta vez no sólo por su dinero, sino por su humanidad, por su capacidad de comprensión, por su esfuerzo para que su bienestar no fuera causa de la desgracia de nadie. 
Y es que tras oír la melodía de aquella Viola de Amor todos habían comprendido la fugacidad de la vida, y habían sabido que cada cosa tiene una importancia. Y que no darle a cada una la que corresponde corrompe los corazones y arruina la existencia, aunque externamente se triunfe y se posea. 

Y nadie se había equivocado más que él; había tenido a la más maravillosa de las hijas y la había perdido por causa de una ambición estúpida, había podido tener un buen yerno y no lo tenía a causa de su necedad; su casa podría haberse llenado con niños que hubieran alegrado sus días postreros y ahora estaba condenado a envejecer en soledad. Su único consuelo era colaborar a construir el corazón de aquella ciudad que, ahora se daba cuenta, tanto amaba; ayudar a las gentes a rehacerse, apoyar a las familias a levantar a sus hijos, aunque no pudiera reprimir sus lágrimas cuando veía cantar a una joven que nunca era su hija y jugar a unos niños que jamás serían sus nietos. 

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