domingo, 5 de enero de 2020

Siempre quedarán Noches de Reyes

A mi hermano Pablo

                     «Hay otros mundos, pero están en éste»
                                                 Paul Éluard

Todo aquello lo supimos muchos años después: ya sabes, lo de la represión, la falta de libertades, el nacionalcatolicismo, todo aquello. Entonces no; tú, yo y muchos más vivíamos en otro mundo, ajenos a que nuestro tío hubiera estado condenado a muerte por comunista y todavía escuchara, cuando le dejaban, La Pirenaica mientras la anciana que más le había ayudado disfrutara cada año cantando en la Misa del Gallo.
Entonces éramos felices; sin saberlo, que es cuando la felicidad es más real, lo que no quitaba que tuviéramos problemas o que nos invadiera la tristeza o la rabia. Nuestras vidas ni siquiera eran “cómodas”, como ahora… Nuestras vidas ¿recuerdas?, cada primavera esperábamos las golondrinas y cogíamos algún gorrión que se había caído del nido; con el buen tiempo llevábamos las rodillas siempre con costras de sangre, cada tarde nos sentábamos bajo la parra vecina y por las noches jugábamos en la calle mientras nuestros mayores sacaban los asientos para tomar el fresco y charlar de naderías. 
¿Recuerdas? la llave de la puerta de la casa de la abuela era grande y pesada, pero no le importaba a nadie: al marchar se dejaba colgada en una escarpia que había en la parte interior de la gatera, ese agujero a ras de suelo, junto al quicio de la puerta, que permitía entrar y salir a los gatos. Los gatos: ni animales de compañía ni, mucho menos, mascotas; simplemente, eran o ellos o los ratones… y los ratones se comían el pan y lo que encontraban.
Madre cocinaba con carbón y con leña, sin lujos, a veces sin lo necesario. 
Había dos olmos frente a la casa —en algún sitio debían sujetarse los alambres por los que transitaban los sarmientos de la parra— y en el barrio era frecuente oír los gritos de un niño mientras bailaba al son de la zapatilla materna: era imposible ser buenos todo el tiempo.
Las estaciones se perseguían y al verano le seguía el otoño y a éste las vacaciones de Navidad y, con suerte, la nieve. Ropas perentorias, calzado frágil, frío glacial y una alegría que superaba todo cuando veíamos caer los primeros copos.
Navidad era un paréntesis de todo y, aunque en la escuela hasta el último día de clase se seguía izando la bandera cada mañana cantando «Montañas nevadas» tras formar por clases en hileras —los niños a un lado, las niñas al otro— por toda la ciudad había Belenes y en nuestros hogares mantecados, rosquillas y unos turrones durísimos.
¿Te acuerdas? Llegado el momento recuperábamos aquellas figuras de barro a las que siempre les faltaba algún trozo e íbamos con padre a recoger musgo y sobre la gruta hecha con carbonilla del tren colocábamos al ángel; con el papel de plata de las tabletas de lo que parecía chocolate hacíamos el río donde poníamos las lavanderas y madre hervía la piel ya seca de algún conejo, con el que excepcionalmente se había hecho un arroz, para que padre nos hiciera una zambomba. Todo un arte, ese de fabricar y tocar la zambomba, con su vela para cubrir con cera el cañizo y una pepita de ajo para tensar la piel de vez en cuando.
En la diminuta casa de la abuela, en Nochebuena no cabía una aguja y la gente entraba y salía, cantando villancicos a veces groseros, comiéndose aquellas cosquillas y aquel turrón durísimo y bebiendo mistela. Ya digo, inconscientes de la miseria, éramos felices. Y más en Navidad.
El único momento triste era el día de Reyes. Cada noche anterior, tras la cabalgata, la ilusión; cada mañana, la decepción; y la pregunta de siempre:¿éramos tan malos? 

Maestros y familia nos amenazaban cada año: “Si os portáis mal, los Reyes no os traerán nada”. Así que aquello era culpa nuestra; sin importar lo que nos esforzáramos a ti, a mí y a los demás niños del barrio siempre nos traían poca cosa. O unos calcetines. O nada. Las cartas que escribíamos y llevábamos a un buzón de cartón con forma de Baltasar en la puerta de un comercio del centro parecían no surtir nunca efecto. Y pensábamos ¿éramos tan malos?
Un día cambió todo: uno de nosotros —no recuerdo si tú o si yo—hizo la pregunta en voz alta y sólo hubo silencio; pero esa noche padre nos llamó y nos lo contó todo: los Reyes eran ellos, nosotros éramos dos buenos muchachos, pero éramos pobres, así que “este año habrá lo de siempre, pero vosotros no tenéis la culpa”. Y no hubieron más explicaciones.
Aún recuerdo esa noche en que abandonamos aquella forma de ingenuidad. Ya nunca tuvimos miedo de quedarnos despiertos y que nos sorprendieran, no esperamos vislumbrar ningún paje durante un fragmento de segundo ni oír una escalera apoyarse en el marco de la ventana; nos abrazamos, como cada noche, para mitigar aquel frío negro castellano debajo de aquellas mantas duras y pesadas. Y, por primera vez, fuimos conscientes de perder una ilusión y ganar una paz.
Al día siguiente cogimos nuestras nuevas pistolas de calamina baratas, les pusimos los rollos de fulminantes y, como si no supiéramos nada, comenzamos a hacer ruido y a gritar. Salimos a encontrarnos con algunos vecinos y seguimos haciendo ruido y gritando. Hacía mucho frío pero no nos importaba. 
Luego supimos que pasaban otras cosas, pero entonces vivíamos en otro mundo y, como era habitual, seguíamos siendo felices sin ni siquiera darnos cuenta.

Esta noche, también de Reyes, vuelvo a preguntarme cuántas ingenuidades nos quedan, al menos a ti y a mí, por descubrir. En esos otros mundos que también están en éste.

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