domingo, 5 de junio de 2011

DULCE COMO LA MIEL


I. Pequeños placeres del paladar
Uno de los sencillos placeres que aprecio es el de degustar miel. Como soy un clásico, me decanto a menudo por la de romero y agradezco cuando —por las vías más curiosas— me llega un tarro de esta miel recogida artesanalmente: dura, con ese color de cera mate y esa textura casi basta que la caracteriza. 
Mi preferida desde hace años, sin embargo, es la de brezo, más oscura que cualquier otra, y con el sabor más peculiar que he probado. No es fácil encontrar una de calidad, pero en la gran ciudad, ya se sabe, hay de todo.
Hoy, de todas formas, me he permitido una variante hallada accidentalmente entre las estanterías: la de espliego.
II. Benditas abejas
Los insectos, en general, suelen producirnos cierta desazón a los humanos. Solemos preguntarnos, a veces, cómo es que todavía no nos han dominado: su resistencia, posibilidades de supervivencia, organización social y capacidad reproductiva son infinitamente superiores a las nuestras; muchas de sus especies tienen un número de componentes que nos supera con creces y no hablemos de su combatividad: una sencilla mosca cojonera puede amargarle la siesta campestre a una familia, un simple mosquito jodernos una noche entera, y unos cuantos piojos aguarnos la fiesta durante semanas si se nos cuelan de okupas en la cabeza del niño o la niña, “y eso que la lleva limpia como una patena”.
Las cucarachas estaban ya sobre la Tierra en el período carbonífero —hace unos 300 millones de años— y pueden sobrevivir en condiciones extremas; las hormigas disponen de una organización social que ha sido la envidia de todos los dictadores del planeta, y hay incluso un hormiguero que recorre la península Ibérica y llega a Italia. El veneno de algunos insectos es peligrosísimo, y sólo porque las dosis son minúsculas no nos mata. Y en cuanto a reproducirse, cualquier hembra de libélula u otra especie pone miles de huevos y se queda tan ancha. 
Ya podemos inventar insecticidas, que los jodidos bichejos mutan y se inmunizan en un par de generaciones —en su caso, eso significa un año o dos como mucho— con lo que las químicas se pasan el día inventando nuevas variedades en una guerra sin fin. Miento: una guerra que perderemos nosotros, aunque sólo sea por agotamiento.
En este sin vivir, no es extraño que cuando se acerca una abeja —otro insecto al fin y al cabo— algunos pusilánimes se asusten, algunas jovencitas griten —quizás influidas por alguna película de abejas asesinas— y algún besugo lleno de testosterona se apremie a salvar a la simple de turno de una posible picada, provocando así la ira de la alada. 
(Ojo, no estoy diciendo que la picadura de una abeja no pueda ser funesta: alergias hay a casi todo. Ahora bien, que una tía mía fuera alérgica a la penicilina no me da derecho a negar la bondad de los antibióticos bien administrados).
Porque, como los antibióticos, eso es lo que son las abejas: benefactoras de la humanidad a pesar de algunos efectos secundarios y daños colaterales. Insectos, sí, pero alejados en sus funciones de otros muchos. Leía el otro día que gran parte de la producción agrícola que nos alimenta depende de las abejas y otros insectos que se encargan de la polinización e incluso citaban una frase de Einstein en la que afirmaba que si un hipotético día desaparecieran las abejas no le daba a la humanidad más de cuatro años de vida. Lo que son las cosas. 
III. La cocina, ese lugar encantador.
Hoy, decía, me he comprado un tarro de miel de espliego. Mañana, imagino, lo probaré, con mis tostaditas del desayuno. Cerraré los ojos, acercaré mi nariz al pan recién untado e imaginaré esa planta que tantas veces cogí de pequeño, que olí, que observé mientras veía laboriosas abejas ronroneando entre sus diminutas flores. Y cuando abra el armario de la cocina donde guardo esos tarros y vea allí las mieles me diré que todavía nos quedan, como especie, más de cuatro años.
Poca gente lo sabe, pero hay un tipo de esos que se aburren, que posiblemente no tiene novia y se dedica a la ciencia, que ha recibido un premio meritorio por descubrir un tratamiento contra la varroasis, una enfermedad provocada por unos ácaros —esos otros insectos sí que son malos malísimos— y que estaba amenazando a las abejas, y de paso, a todos nosotros. Y es que mientras la mayoría, inconscientes que somos, perdemos el tiempo viendo la tele, criticando al gobierno o ambas cosas a la vez, hay gente digna de encomio que se dedica a salvarnos. Por amor al arte y a la ciencia. Dios los bendiga.
Y yo hoy o he conseguido una excusa más para maravillarme cada vez que entre a la cocina, a ese lugar lleno de magia de la casa al que no siempre prestamos la atención que merece ni cuidamos con el mimo necesario. Un lugar amable, cálido y tierno. Amoroso, como un abrazo; dulce, como la miel.