viernes, 1 de octubre de 2010

PÁGINAS RECUPERADAS. 2. DEMETRIO Y EL LOBO



Recuperado también el 26 de febrero de 1992
Si mi tío Perico era la memoria de la Mancha, Demetrio era la de la Serranía. El tío Demetrio, el marido de la señora Patricia, que lo sobrevivió años y años, a pesar de que parecía que era ella la que no gastaba salud y que él era fuerte como uno de los pinos que cortaba en su juventud, entre tragos de carrasca y hazañas de noches de San Juan.
De alguna forma, todos los recuerdos se ha ido diluyendo para sumarse en una sola noche, repetida interminables veces, donde él contaba el día en que se encaró a un lobo. 
Imagino que contaba más cosas, que su vida había sido más rica, pero yo sólo recuerdo con nitidez aquella noche y aquel relato. Posiblemente la culpa del desrecuerdo —que no olvido— no sea sólo mía: a lo largo de su vida al tío Demetrio le pasaron cosas, pero ninguna tan importante, así que, con el paso del tiempo, supongo que aquel suceso se iría magnificando en su memoria y aprovecharía cualquier ocasión para ponerlo de nuevo en escena. 
Una vez —hace también ya mucho— leí un relato de Borges en el que describía a un hombre que ya no recordaba lo sucedido, sino sólo las palabras con que lo había contado a lo largo de los años: recordé, de inmediato, al tío Demetrio. Y he aquí lo curioso: De aquella noche de recuerdos no guardo yo uno, sino dos. 
En el uno, más factible, se defendía del lobo con un hacha; en el otro, con una escopeta. El primero me parece más verosímil por las circunstancias (había ido a buscar leña al monte); el segundo, sólo por la limpieza con que suena la frase con que recuerdo que lo describía: “Y yo que me tiro la escopeta a la cara”. 
Tirarse la escopeta a la cara. Es una alocución tan tremendista, tan perfecta, tan redonda, tan exacta, tan descriptiva, que sólo por ella el segundo recuerdo adquiere el rango de verosimilitud. 
Tuvo que contarlo tantas veces, a tantas horas, bajo tantas condiciones climáticas, que mi memoria ha ido seleccionando un poquito de allí, otro de allá, hasta construir el escenario en que —sin grandes contradicciones— encajaran todas. Era noche de verano tardío; esa tarde, las uvas de la parra junto a su casa, casi maduras y aún agrias, habían atraído a multitud de avispas que habían ronroneado nuestra siesta de niños.
Era noche de estar ya cenados; velada de charla, demasiado temprano para ir a dormir y demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera sacar los asientos al fresco y escuchar los unos lo que decían los otros y luego cambiar de papeles. Nosotros —mi hermano, nuestro vecino Nicolás, yo mismo...— íbamos de un árbol a otro, nos subíamos al muro, corríamos a la fuente, mirábamos la parra, que nacía a la orilla de la casa, que subía la pequeña pared, que se enredaba en los alambres tendidos de un lado a otro de la calle, si es que aquello era exactamente una calle. 
El tío Demetrio comenzó la función en un un momento dado y contó, como otras tantas veces, la vez aquella en que se enfrentó a un lobo. Y los demás escuchaban como escuchaban siempre: como si fuera la primera vez que oían contar la historia. 
Permítaseme un inciso: Pasaron muchos años, pero no tantos como hasta hoy. Mi hermano volvió a vivir en una casa de aquella misma calle; su hija era pequeña y, cuando yo regresaba y subía a verlos, ella solía pedirme que, antes de dormir, yo le contara un cuento, y siempre le preguntaba yo qué cuento, y ella me respondía, cada vez: El del Pájaro Grifo. Y yo: que ese ya se lo había contado; y ella: que era igual. Yo no entendía, pero ella ponía cada vez la misma atención, o incluso más; un día me salté no sé qué parte y ella me corrigió enseguida: Tío, tío, que te dejas ...
No recuperaremos nunca esa magia con que de niños oímos los relatos: una vez, y otra vez, siempre nuevos, siempre regenerados, llenos de vida como nosotros mismos.
Los mayores de entonces eran así: escuchaban siempre de nuevo, sobre todo si el relatante les parecía ameno —como los niños, también sabían ser crueles, profundamente crueles, en caso contrario— y así era la noche en que Demetrio contaba la conocida historia del lobo.
Él, que era bajito y enjuto, se ponía en situación: se estiraba hacia abajo de las solapas de su eterna chaqueta de pana que en algún tiempo fue marrón, se ajustaba la faja negra sobre los pantalones negros también de pana, colocaba bien su boina, miraba a su mujer, a la señora Patricia, que le devolvía una mirada cansada como diciéndole: ¡pero otra vez, Demetrio!, y comenzaba la creación de ese mundo particular que sucedió una vez, o nunca, pero al que las palabras habían dotado de vida y existencia propias.
A mí toda la historia —si es que alguna vez la presté atención— se me ha olvidado; recuerdo sólo esa parte concreta en que decía: “Y el lobo que se me acerca; y yo que me separo del árbol, y el lobo que me mira, y yo que me tiro la escopeta a la cara”. 
La repetición de la partícula “me” me parecía fantástica: estaba allí y en otro sitio de tal manera que pasado y futuro quedaban confundidos no sólo en aquel presente, sino posiblemente también en cualquier otro tiempo. El tío Demetrio parecía haber logrado acceder a mi sueño: volver y verse desde fuera, animarse diciéndose: no te preocupes, que saldrás para contarlo. Quizás superó el trago sólo para cumplir con la promesa que había hecho de contarlo después y, a lo mejor, por eso lo repetía tanto; es posible que fuera ese sentido el que hizo que sus palabras se grabaran con más fuerza que tantas otras cosas en mi recuerdo. 
Por cierto: el final de la historia no he podido recordarlo jamás. Desconozco si mató o no al lobo, o si huyó, o si alguien —del que nunca supimos— vino en su ayuda. Tampoco importa.
Un día le preguntaré a mi hermano, que también andaba por allí, escuchando, a ver si él lo recuerda.

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